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En el salón y en el tocador es un ensayo de la escritora Concepción Gimeno de Flaquer. En él, la autora hace un repaso de los puntos claves de comportamiento de cualquier mujer en su sociedad contemporánea, abarcando la vida social, la cortesía, el arte de ser agradable, la belleza moral y física, la elegancia y la coquetería, siempre desde su punto de vista protofeminista y afianzado en la moral de su época.-
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Seitenzahl: 173
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Concepción Gimeno de Flaquer
VIDA SOCIAL.—CORTESIA ARTE DE SER AGRADABLE BELLEZA MORAL Y FISICA ELEGANCIA Y COQUETERIA
Saga
En el salón y en el tocador
Copyright © 1899, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509243
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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El arte de agradar.
conocer el arte de agradar, es poseer la más alta diplomacia social. El deseo de agradar es innato en las personas civilizadas, y quien no lo siente, ni se respeta á sí mismo, ni respeta á los demás. Por muy exaltado que sea este sentimiento, no debe censurarse; él nos hace amables influyendo en el dominio del más duro carácter y en la corrección de nuestros defectos; él nos hace artistas porque nos mueve á modificar las deformidades de nuestro cuerpo.
Sentir ardientemente el deseo de agradar, es hallarse en camino de conseguirlo. El deseo de agradar es generoso, muchas veces está basado en el constante sacrificio. Esmerarnos para hacernos atrayentes, es proporcionar una grata impresión á nuestros semejantes. No puede negarse que existe abnegación en el esfuerzo para reprimir las asperezas del carácter, domar las pasiones, contener los ímpetus violentos y dar á nuestro trato una igualdad y dulzura en todos los momentos, aunque la irritabilidad del sistema nervioso nos tenga exasperados.
El deseo de agradar, es la coquetería del espíritu, coquetería tan simpática como odioso el coquetismo. La coquetería no se confundirá nunca con el coquetismo, porque aquélla es inocente y éste infame. Si el coquetismo es imperdonable en la mujer, la coquetería le es absolutamente necesaria: refiérome á esa coquetería artística que consiste en conocer profundamente el arte de ser agradable. Las mujeres que no conocen esta coquetería, carecen moralmente de sexo.
La mujer es la criatura encargada de despertar el sentimiento de lo bello, la inspiradora de la poesía. Su anhelo de parecer bien, es muy justificado: sabido es que muere dos veces, la primera cuando deja de ser bella. Siendo instintivo el horror á la muerte, no es extraño que defienda su belleza como el soldado su bandera.
Existen dos géneros de hermosura: la que se debe á la naturaleza y la que se adquiere á fuerza de inteligencia y arte.
La mujer extraordinariamente hermosa, si no posee buen criterio, satisfecha por la fascinación que causa, descuídase de adquirir bellas cualidades y cuando el esplendor de su belleza ha pasado, encuéntrase desprovista de atractivos. Suele ser desdeñosa mientras posee el talismán de la belleza, convencida de que todos los homenajes que se le tributan son pocos, nada agradece y, cuando la terrible mano del tiempo deja huellas en su semblante, se hace antipática porque no se ha cuidado de adquirir méritos insenescentes.
Una mujer de claro entendimiento es bella si se lo propone: estudia el atavío que más la embellece, sabe mirar y sonreir, cultiva su espíritu para ser agradable, dice agudezas para ser amena, luce su ingenio sin que se note afectación ó rebuscamiento, dejando en el ánimo de los que la tratan una impresión más profunda que esas bellezas perfectas que merecen pedestal y no despiertan sentimientos. La mujer de inteligencia cultivada, tiene en su fraseología, en sus maneras, en sus actitudes, gracia; y la gracia es más bella que la belleza, por ser más duradera. La gracia desafía al poder destructor del tiempo.
El hombre puede agradar siendo feo, si sabe hacerse simpático: la belleza del hombre es la inteligencia, por eso las mujeres en general, discretas ó tontas, enamóranse del hombre de talento. No á todos es dado poseer este dón que la naturaleza es avara en repartir, pero si no depende del hombre el tener talento, en cambio es acto de su voluntad adquirir cultura, ilustración. La mujer no puede amar verdaderamente al hombre que no es superior á ella. El hombre ilustrado cautiva tanto como el hombre de talento, porque seduce con la conversación. Un hombre culto que se vista con aseo y que posea maneras distinguidas, tendrá siempre más partido entre las mujeres siendo feo, que un hombre guapo insulso y ordinario. El hombre ilustrado y fino, si es caballeroso, reune todos los méritos de su sexo.
La educación es cualidad tan necesaria en el hombre, que ninguna mujer que se estime puede amar al que carezca de ella: es tan importante la educación, que á veces suple al talento en la vida de salón.
La benevolencia, hija de la educación, es cualidad social muy recomendable, porque la benevolencia es la cortesía del corazón. Las personas benévolas tienen pocos enemigos, así como las satíricas tienen muchos. Vale más hacerse amar que temer, y los malévolos, los murmuradores, sólo alcanzan este triste privilegio. Las simpatías adquiéranse poniendo en juego esas cualidades que yo llamaría virtudes sociales, porque se derivan de la afabilidad, de la prudencia y de la abnegación.
Entre las malas pasiones que más incremento toman en sociedad, y que nos hacen muy antipáticos, deben contarse la vanidad y la envidia; el que padece estas enfermedades del alma tan corrosivas, tan inspiradoras de grandes crímenes, debe á todo trance procurar curarse de ellas, oponiendo una fuerte voluntad. Si no podemos ser perfectos, seamos perfectibles; vivamos siempre corrigiéndonos. Si esas malas pasiones fueran por desgracia incurables, hay que ocultarlas porque nos ponen en ridículo, y hallarse en ridículo es morir socialmente. Los vanidosos han sido comparados á los globos aereostáticos que se elevan por su poco peso; en cuanto á los envidiosos, supóneseles siempre inferiores al envidiado.
La egolatría ó manía del yo, nos hace insoportables; hablar siempre de sí mismo es de mal gusto, es gran falta de tacto social. Saberse nulificar á tiempo es adquirir grandeza, es haber descubierto el secreto de agradar.
Para ser agradables no debemos mencionar nada que moleste, nada que pueda causar enojo.
Producen detestable efecto las alusiones á la edad ó las preguntas que se relacionan con ella. Es suma torpeza dirigir tales preguntas, que nunca son contestadas con sinceridad, que revelan una curiosidad pueril, necia y que jamás perdona quien posee algo de coquetería.
Consagremos á tan delicado asunto, capítulo aparte.
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El problema de la edad.
hase convenido en que es de muy mal gusto hablar de la edad, y á quien habla de ella se le considera persona de mala educación. Como las mujeres hacemos las costumbres riéndonos de las leyes, es seguro que al crear el cánon de las fórmulas sociales, debimos prohibir se tratara de los años, bajo el anatema de incurrir en grosería.
Tener lo que se llama cierta edad, que denota edad dudosa, es infamante para la mujer. Según la rutina habitual, la mujer no debe pasar de veinticinco años. Tan disparatada creencia es causa de que nos esforcemos en falsificar la partida bautismal, tratando de engañar á los que nos escuchan, por más que las engañadas seamos nosotras, ya que una mujer fea, aunque sólo cuente veinte abriles, inspira al hombre más respeto que si tuviera sesenta eneros.
Mucho se ha dicho que la mujer no sabe guardar un secreto, y sin embargo, ningún hombre puede jactarse de haberle arrancado el secreto de su edad; es más difícil saber la edad de la mujer que la edad de la tierra. No sólo á la mujer le disgusta que se le hable de su edad, al hombre le sucede lo mismo, porque el hombre moderno tiene sus defectos y los nuestros, ya que cada día se afemina un poco más. Víctimas de la monomanía de la edad, las mujeres sienten horror hacia la cronología, porque recuerda el tiempo; aborrecen la historia porque se divide en edades. Hácese necesario vencer tal puerilidad, que realmente nos pone en ridículo. Comprendo que dos enemigas dirijan sus dardos hacia el rostro como hacían los soldados de César con los pompeyanos, pero no comprendo que se apedreen con los años.
No ha muchos días subía yo por la calle de Alcalá y me encontré á una amiga en la puerta de La Equitativa.
—¿Qué haces ahí tan de mañana? —le pregunté.
—Te lo voy á decir: he salido de casa con los papeles arreglados para hacer el seguro de vida, solidificando por este medio el porvenir de mi hija y aquí me tienes vacilante antes de subir esa escalera porque me contraría la idea de tener que enseñar mi fe de bautismo. Los cincuenta años, que á tí no te puedo ocultar, me tienen aterrada.
— ¡No te conozco! — exclamé.—¿Puede una madre retroceder ante la idea de labrar la felicidad de su hija por una injustificada coquetería? Eres tan hermosa que debieras alardear de tus años por el placer de que te digan que no los representas.
Efectivamente, la bella señora á que me refiero, de rostro fresco y sonrosado, cabello abundoso, cintura delgada y cuerpo sin protuberancias, es una mujer interesante, porque á su esbeltez y gentileza, á su indiscutible hermosura, reune la experiencia de la edad y tiene una conversación picaresca y amena, muy diferente á la insulsa charla de las muchachas que no han tenido tiempo de estudiar á la sociedad ni en los libros, ni en la vida.
—Ha triunfado mi amor maternal—repuso.—¿Cómo he podido vacilar? Es tan incierto el porvenir de la mujer en España que á todo trance hay que asegurarlo. Con los recursos que proporcionan las Sociedades de seguros sobre la vida, sé que al morir yo, tendrá mi hija un buen capital. De este modo no la obligo á casarse sin amor, que es la mayor de las inmoralidades, la mayor monstruosidad.
Mi amiga subió resuelta á las oficinas de La Equitativa, presentando heroicamente su partida bautismal mientras yo me alejaba meditando acerca de las preocupaciones que esclavizan el entendimiento de la mujer.
No puedo olvidar la profunda frase de un amigo mío á propósito de la edad: La juventud no consiste en el tiempo que nos separa de la cuna, sino en el tiempo que nos separa del sepulcro. Siempre será más viejo el hombre enteco, el achacoso ó escuchimizado; el hombre robusto es joven aunque tenga muchos años.
Procuremos ser agradables y no envejeceremos jamás. Una mujer es joven mientras lo parece, mientras inspira amor. Con razón ha dicho el poeta francés:
On meurt deux fois, je le vois bien
cesser d'aimer et d’être aimable,
c’est une mort insupportable;
cesser de vivre ce n’est rien.
Saber agradar, éste debe ser el arte de la mujer; las mujeres más amadas, las que no han tenido vejez, han sido las más agradables. Nada significa la edad ostentando gentileza. La célebre Elena, espartana, contaba cuarenta y dos años cuando ocasionó la guerra de Troya; Cleopatra tenía más edad que Marco Antonio; Mme. Recamier había cumplido cuarenta y seis años cuando inspiró un gran amor al Príncipe Alberto de Prusia, que hizo mil locuras por ella; y cuarenta y nueve Mme. de Maintenon al casarse secretamente con Luis XIV. Ninon de Lenclos, octogenaria, todavía inspiraba pasiones; la Princesa de Éboli y la de los Ursinos no eran jóvenes cuando ocasionaron muchos desafíos.
Entre las bellezas sin ocaso figuran Deidama, en Sciros; Livia y Julia, en Roma; Aspasia, en Atenas; y en Francia, Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois. Esta encantadora favorita de Enrique II, que casi le doblaba la edad, teníale fascinado. Los maldicientes denominábanla Melusina, aludiendo á la famosa hechicera que poseyó los más eficaces filtros amorosos.
Los artistas colocaban una alegoría del tiempo encadenado á los pies de Diana con esta inscripción: vencí al vencedor de todos.
Dijéronle á Platón que su amiga Arqueanasa era vieja, y contestó: el amor anida aún en sus arrugas.
Demo, una inteligente hetaira, fué amada en Grecia por tres generaciones de reyes; por Antígono, Demetrio y Gonatas.
Existen dos duquesas españolas muy bellas, cuya eterna juventud exaspera á sus enemigas.
Hace treinta años que figuran por hermosas, gritan con rabia algunas; se estucan, añaden otras; conocen algún secreto para no envejecer, dicen las más benévolas. Las damas á que me refiero oyen el coro infernal con indiferencia olímpica y siguen inspirando admiración.
Nada supone la edad en la mujer bella, pero aconsejo á los hombres que cuando tengan el capricho de saberla no se la pregunten nunca á una mujer. A nosotras nos sucede al contar los años de nuestras amigas lo que á los filibusteros al contar las bajas del ejército leal; siempre cuentan de más.
Es una vulgaridad creer que la juventud consiste en la edad; conozco á muchas mujeres de treinta y cuarenta años con un rostro más fresco que algunas mocitas de quince abriles.
Si es axiomático que una fea no ha tenido nunca juventud, ¿por qué preocuparnos tanto por la edad? Siempre será más joven la mujer más bella.
Es tan difícil librarse de preocupaciones arraigadas, que la mayor parte de las mujeres cuando se enfadan, échanse en cara la edad, como si fuera un baldón. Esto sucede lo mismo entre las plebeyas que entre las grandes damas, porque en los momentos de efervescencia pasional, poco se distingue la burguesa de la aristócrata.
Las más fervientes católicas deben acusarse del pecado de paganismo, porque no hay entre ellas una sola, que no se prosterne ante el altar de Hebe diosa de la eterna juventud.
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La buena educación.
decía el gran Pascal que «la educación es la segunda naturaleza, si no es la misma». En efecto, somos hijos de la educación, y de ella depende el destino del hombre en la vida.
Maestra del género humano es la madre: forma nuestro corazón; contribuye á desenvolver nuestra inteligencia; guía nuestros primeros pasos. Los sentimientos que nos inspira moderan nuestras pasiones, despiertan las energías, armonizan las humanas facultades, facilitan el cumplimiento de los fines de la vida... Formad madres cultas é ilustradas y habréis asentado sobre bases eternas el progreso humano, acercándoos á Dios.
La buena educación decide á veces de la suerte del hombre. Saber conducirse en sociedad con tacto, con moderación, con prudencia; ser honrado y afable; tener un trato distinguido vale tanto como poseer un gran talento y un corazón sensible.
Hay hombres muy inteligentes, verdaderos sabios, que no son lo estimados que debieran serlo por no haber estudiado esto que podríamos llamar ciencia social.
Hay otros que, con mediana instrucción, brillan más, alcanzan mayor éxito por el nivel á que han llegado en su trato y educación. No es difícil lograrlo; y, sin embargo. ¡son tan pocos los que se distinguen por su absoluta corrección en la vida de sociedad!
La buena educación, la cortesía no consisten sino en estudiar la manera de que, por nuestras palabras y nuestros actos, los demás queden satisfechos de nosotros.
Agradar, ser amable, hacerse simpático, tal debe ser nuestro objeto en sociedad, como, en su maravilloso instinto, suele serlo el de la mujer menos culta cuando se siente impulsada hacia otro ser y siente la necesidad de ser correspondida.
Y no se diga que está la buena educación fundada en un falso convencionalismo. La. honradez, el valor, la austeridad, todas las virtudes sociales exigen un complemento: no disgustar á nadie con nuestros actos ó con nuestras palabras; ser cortés, amable, bien educado.
Sin condescendencia, sin piedad, sin moral en suma, no puede existir la buena educación. ¿En qué se funda ésta sino en el amor á nuestros semejantes, en el mutuo respeto, en la consideración recíproca, en la estimación universal?
Pudiera definirse de este modo: el deseo de agradar.
Sin duda que la experiencia y el trato incesante es el más poderoso auxiliar de la cortesía. Pero el talento y la sensibilidad súplenlos á veces con ventaja hasta en el caso más difícil: hacerse agradable á los que no queremos ó despreciamos.
La gente grosera, aquella que está desprovista de buena educación, suele hablar mal de los que no pueden prescindir de la finura y cortesía hasta en el trato más íntimo. Llámanlos farsantes y embusteros y dicen que la galantería no es más que una careta... Si así fuere, no importa. Cubrámonos con ella, que si logramos hacernos amar, caerá el antifaz y acabaremos por amar también nosotros mismos.
Pero... la gente grosera ¿puede tener amigos sinceros? Quizá algunos los tengan; mas, por si acaso, os recomiendo este aforismo:
«No tratéis con intimidad sino á las personas bien educadas, porque... las buenas y las malas pasiones son igualmente contagiosas».
* * *
Un dato muy elocuente para juzgar de la excelencia de la buena educación, mejor dicho, de las formas corteses y distinguidas.
No hay hombre, por grosero que sea, que no procure imitar en sociedad á las personas finas. Después de todo, ¿qué es lo que se busca en sociedad? El modo de hacer agradables las horas. No iremos á pedir en una tertulia actos de abnegación y sacrificio, pruebas de amor entrañable, rasgos de las virtudes más puras. Basta hallar una conversación instructiva, un trato ameno frases agradables, maneras correctas. Nada de esto hállase reñido con la moral, y, en cuanto á ésta, á vosotros os toca elegir las personas dignas de vuestro trato.
Por otra parte, ¿qué significan la cortesía y el agrado sino ser tan amable con los demás como quisiéramos que los demás lo fuesen con nosotros?
Prudencia, discreción, reserva, indulgencia, ¿acaso no son virtudes sociales, que han de ser respetadas hasta por los mismos que censuran la corrección y el atildamiento en el trato más íntimo?
Hay un modo de corregir á los mal educados: ser siempre cortés con ellos. ¿Quién no se avergüenza de recibir una lección de educación social en plena reunión?
Pero hay que distinguir entre la buena educación y lo que vulgarmente se llama trato de gentes.
Algunas personas de mucha sociedad, están muy distantes de ser bien educadas. La cortesía, la verdadera corrección dependen sólo de la educación recibida; la bondad de sentimiento, las virtudes del alma, son parte esencial de una buena educación. El llamado trato de gentes fúndase en un falso convencionalismo social. Se puede tener mucho trato, ser un hombre de sociedad, y no tener corrección y hasta rayar en la grosería y la brutalidad. La verdadera cortesía es el lenguaje del corazón; el trato social por sí solo es el idioma de un convencionalismo no siempre del mejor gusto.
Suele hacerse alarde en los salones de ingenio fino y sutil, con frases agudas y picantes; á veces la amistad se sacrifica al chiste y el provocar la risa de los demás hace cometer grandes indiscreciones.
Aquellos que buscan patente de ingeniosos y amenos abusan de la palabra y llegan á hacerse insoportables, no obstante su gracejo. A muchos fáltales talento; á todos juicio.
«Echarla de gracioso» es siempre expuesto. Hasta los hombres de mayor inteligencia dicen mil tonterías.
Alguien ha dicho que «la frase mata al talento» y de la amena conversación á la charlatanería insoportable no hay más que un paso.
¿Quién duda que la amenidad es el encanto de la conversación en sociedad? Sin embargo, ¡cuántas personas de gran erudición y extraordinario gracejo llegan á fatigar á su auditorio por el uso exagerado de la palabra!
Dice Castro y Serrano que, en literatura, la amenidad es la cualidad más recomendable.
Sin duda alguna. Sed siempre amenos; pero, ¡cuidado! que el exceso en la amenidad puede dejarnos caer en la pedantería. En este caso, la presunción acabará por alejarnos la atención de nuestros oyentes y se formará el vacío en nuestro alrededor.
Esto sería incurrir en el desagrado de los demás; y todo lo que no sea procurar agradarles está reñido con la buena educación.
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Conversación y charla.
qué difícil es sostener una larga conversación manteniendo hasta el fin la amenidad y el interés.
El tormento mayor que puede sufrir un espíritu cultivado es verse obligado á conversar con gente frívola.
Hay momentos en que siente tal decaimiento y fatiga tan grande como si se hubiera recorrido á pie una enorme distancia.
Hay quien, obligado por circunstancias diversas al trato de personas que hablan mucho, porque piensan poco, limítanse á contestaciones monosilábicas, con lo cual aquéllas quedan perfectamente persuadidas de que su interlocutor es poco menos que un tonto.