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Primer volumen de la obra Victorina o heroísmo del corazón, de Concepción Gimeno de Flaquer. La novela, publicada originalmente en forma de folletín, supone una dura crítica contra las tradiciones machistas y opresoras de la época de la autora bajo el disfraz de una historia de amor frustrada.-
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Seitenzahl: 225
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Concepción Gimeno de Flaquer
PRECEDIDA DE UN PRÓLOGO DE DON RAMON ORTEGA Y FRIAS
Saga
Victorina o heroísmo del corazón Tomo I
Copyright © 1873, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509106
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Dos mujeres, sublime la una por sus delicados sentimientos y sus virtudes, y grande la otra por la fortaleza de su espíritu y por la elevacion de su inteligencia. Tipos raros de abnegacion; más aún pudiera decirse, negacion absoluta del egoismo: son ambas, de esas criaturas cuyo goce único es el goce de los demás.
Un hombre que sostiene lucha sin tregua entre el sentimiento de su amor y el de su deber; lucha mortal entre su corazon y su conciencia.
Extraño conjunto de grandeza y pequeñez, con las poderosísimas alas de su inteligencia elévase sobre las miserias del mundo, y en las mundanales miserias lo abisman sus debilidades. Desea para todos la dicha, y no sabe hacer la de nadie; vacila porque el goce del uno ha de ser el tormento del otro, porque no puede dar la vida sin producir la muerte, y sus vacilaciones, engendradas por su generoso anhelo, son la garra implacable que destroza el corazon de todos.
Para luchar le sobran fuerzas; para decidir le falta valor.
Ingeniosa trama, escenas conmovedoras, bellísimos cuadros y fin moral. Ahí teneis el libro titulado Victorina, ó heroismo del corazon.
La jóven autora de esta preciosa obra empieza brillantemente su carrera literaria, y esto le augura muchos lauros y gran gloria para el porvenir.
No es Victorina una novela de mero recreo, sino más bien de enseñanza moral.
De su lectura, siempre interesante, y con frecuencia conmovedora, queda algo muy provechoso, y en esto consiste su mérito principal; es de esas novelas que pueden olvidarse, en cuanto los detalles de su artificio, pero en cuanto al fondo jamás.
El estilo es elevado y poético, y en las descripciones se distingue especialmente la autora, tanto por la verdad del colorido, cuanto por la novedad de las ideas.
Una advertencia: cuando leí esta obra, que es un tesoro de sentimiento, no me honraba con la amistad de la autora; las alabanzas no son, pues, ni pasion, ni cariñoso homenaje rendido á la amiga, sino justicia. Y advierte, lector, que lo dice quien nunca para ajena obra escribió prólogos, lo cual te hará comprender que por algo ha merecido ésta lo que á muchos ha sido negado.
Y nada más, porque mi opinion en esta materia tiene ó no tiene valor: si lo primero, basta lo dicho; y si lo segundo todo lo dicho sobra.
Ramon Ortega y Frias.
Andalucía es el jardin de España, Granada el gigantesco ramillete de ese inmarcesible jardin.
Nada más encantador que la ciudad morisca: en medio de montañas de flores, bajo espesas bóvedas de mirtos y laureles, se encuentran galerías de naranjos y limoneros entrelazados, que embalsaman el ambiente de una manera prodigiosa. En Granada, en la oriental Granada, es donde tiene la naturaleza su más rico teatro: allí crecen umbrosas florestas mecidas por céfiros juguetones; allí brotan multitud de fuentes, se despeñan infinidad de cascadas, ruedan abundosos torrentes y aparecen estanques y arroyos que con su grata frescura conservan rosas que Alejandría trocara por las suyas. Nada más pintoresco que la ciudad de las mil torres, con sus arcos moriscos, sus altos minaretes, sus árabes puertas y ojivales ventanas. Es, segun la opinion de un poeta, una brillante epopeya con mármoles escrita.
La Damasco de Occidente, como la llamaron los musulmanes, es un recinto mágico que fascina la mirada del observador: en todas direcciones aparecen cuadros sorprendentes que alegran el corazon. Por do quier se hallan alfombras de violetas y yerbas odoríferas, vergeles preciosos cual los de las Hespérides, deliciosas glorietas formadas por musgo y ciprés entretejidas de gayombas y enredaderas en cuyo centro se gozan todos los placeres soñados por la más fantástica imaginacion.
Allí brilla espléndida y fúlgida la aureola del astro rey, tiñendo con preciosos esmaltes las bellas corolas de las flores, y como dice Zorrilla:
Allí anidan al par todas las aves
Y se abren á la par todas las flores;
Con la rápida alondra águilas graves,
Con la murta el clavel do cien colores.
Se respiran allí cuantos las naves
De Oriente traen balsámicos olores,
Y allí da el suelo deliciosas frutas
Y encieran minas las silvestres grutas.
En ese encantado Eden, en ese paraíso de la tierra, forman los ruiseñores un concierto eterno. Son allí tan canoros los jilgueros y demás pájaros, que hicieron exclamar á Dumas: «Los cantos de estas aves son capaces de hacer creer á un ateo.»
Granada ha sido denominada por los árabes con los adjetivos más bellos: estrella del Mediodía, corona de rosas, salpicada de rocío, granada de rubíes y gacela de los valles, son los ménos hermosos que la han dirigido.
No creais exagerada esta descripcion: en las brillantes concepciones del más inspirado vate, hay siempre ménos poesía que en la naturaleza.
La poesía del poeta es la nota del hombre, la poesía de la creacion es la nota de Dios.
La ciudad de los Abencerrajes y Zegríes es la soberana mansion del genio, la cuna de hombres ilustres y la Atenas española. Allí han brillado en el arte de Apeles, Alonso Cano, Pedro Moya, discípulo de Van-Dick. Atanasio Bocanegra, Mesa, Gomez y Cieza; en el arte de Fidias, Francisco y Jerónimo García, hermanos gemelos, José Risueño, Rodrigo y José Mora; en las bellas letras, Fr. Luis de Granada, Hurtado de Mendoza, Rodriguez de Guevara, Nuñez y Mendez, y en la arquitectura, Juan de Herrera, Rafael Contreras, y otros muchos que podriamos citar si nos propusiéramos hacer una revista de granadinos célebres.
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El mes de Setiembre tocaba á su fin en el año 186...; las brisas de Sierra Nevada refrescaban la atmósfera, el susurro del viento callaba en los bosques, el murmullo de las fuentes apenas se percibia, la tarde espiraba y todo era majestuoso en la naturaleza. El crepúsculo, con su luz vacilante é indecisa, quitaba las formas á los objetos, tomando éstos un tinte aéreo, fantástico y misterioso.
¡Oh, las horas crepusculares en Granada son muy bellas! Tienen una dulzura, un encanto indefinible que penetra suavemente en el alma, una solemnidad que aleja el espíritu de la tierra en alas de la meditacion, una melancolía deliciosa que hace unir al suspiro de la brisa el suspiro del corazon.
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Estamos en el barrio del Albaicin, lector querido, opulento en tiempo de los árabes, hoy triste monton de ruinas. No hay en este barrio edificio, calle ni sitio que no haya sido ilustrado por las creaciones de la ardiente imaginacion de nuestros novelistas granadinos.
En una de las tortuosas y angostas calles del Albaicin se alzaba una casa de piedra, de arquitectura árabe, medio derruida y de aspecto pobre y triste. ¡Parecia abandonada á la inclemencia del tiempo!
Una parra muerta y deshojada extendia el esqueleto de sus brazos por la fachada, formando notable contraste con un toldo de frescas trepadoras á las cuales estaba enlazada.
En una de las rejas del piso bajo, cerrada con un espeso calado de hierro, se veia el busto de una mujer cuyos contornos eran de una belleza maravillosa. Su espléndida cabellera, color de oro, se deslizaba por su espalda en dos gruesas trenzas despeinadas: sus grandes y rasgados ojos tenian el azul záfiro del cielo de su patria; su tez nevada y trasparente dibujaba el fino tejido de sus venas, y sus purpúreos labios parecian dos hojas de clavel.
A pesar de tanta belleza en detalle, el conjunto era poco expresivo; parecia una de esas estátuas que nos ha legado el paganismo: obras de irreprochable belleza, pero impotentes para conmover el alma.
Sin embargo, se adivinaba que la jóven padecia: el desórden de su traje, el descuido de su peinado y, más que todo, su fria inmovilidad indicaban bien claramente su abatimiento.
¡Cuando una granadina no ostenta flores en los cabellos, lleva luto en el alma! Estas hermosas mujeres se prenden las guirnaldas con gracia inimitable, con encantadora naturalidad.
Las siete acababan de dar en San Luis, iglesia donde se venera la imágen del Cristo de la Luz, desde época muy remota.
Un hombre atravesaba precipitadamente las lóbregas calles del Albaicin sonriendo al ver asomar un blanco pañuelo entre las celosías de la reja.
—¿Cándida, he tardado?—preguntó el jóven súbitamente aproximándose á los férreos barrotes.
—No puedo contestarte, querido Mario; en tu ausencia me aturden tanto los dolorosos gritos del corazon que me impiden contar las horas que trascurren.
—¡Cuánto te amo, Cándida mia!
—¡Oh! dímelo cien veces, Mario; esa frase ejerce tal influjo sobre mí, que me hace olvidar todos los más amargos pesares.
Al pronunciar estas palabras, una lágrima rodaba por las pálidas mejillas de la afligida jóven.
—No me hables de infortunios, niña mia; es cierto que tu cambio de posicion debe apenarte, pero á mí me es más doloroso el saber tienes que dejar abrasadas tus pupilas bajo la luz para ganar el sustento. Mas no te aflijas, este amargo recuerdo será el incentivo que me hará abandonar mi natural indolencia y crear una brillante posicion para tí.
—¡Oh, no des mala interpretacion á mi dolor! No me aqueja la pérdida de mi fortuna; el trabajo es honroso, las privaciones me son indiferentes y hasta bendigo mis vigilias porque el producto de ellas me proporciona el placer de atender á la delicada salud de mi madre, sin deberlo á la inconstante deidad. Tu partida me desgarra el alma, me hace trizas el corazon y tiende un velo de negra tristeza en mis rosados pensamientos de ayer. ¡Oh, tu olvido no lo podria soportar!
—¿Seria yo capaz de abandonar mi florido suelo si no fuera por tí? Bien lo sabes: voy á la córte para ganar un porvenir y ofrecértelo, mi débil vista me obliga á tirar la paleta y los pinceles. Afortunadamente mi poema ha obtenido un éxito brillante, y me llaman á Madrid personas influyentes con cuya proteccion puedo contar.
—¡Oh, Mario mio, tengo celos de tus triunfos, de tus laureles y de tu gloria! Cuando la elegante multitud de ese país, que me han pintado tan bello, te alfombre de flores las sendas que atravieses, ¿pensarás en la triste desterrada, en la olvidada sensitiva que muere sin un rayo de sol?
—Tu desconfianza me ofende, amada mia: ¿puedo yo posponerte á la gloria? ¡La gloria: fuego fátuo, lampo fugaz, sol artificial que no fecunda, brillante meteoro que desaparece con vertiginosa rapidez sumiéndonos en la oscuridad! Tu amor, querida mia, tu puro amor es superior á los triunfos más halagadores. Tu amor es mi existencia, niña amada, tu amor es mi sol, mi cielo, mi Dios.
—¡Oh, no me olvides nunca, Mario! Si esto sucediera, perderia la razon: un golpe tan rudo me robaria la fe, la esperanza y la ventura, acabando con la bondad de mi corazon. Serias muy criminal, querido Mario, porque tú eres el primer hombre que he amado y el único que amaré.
—No seas tan dura conmigo, Cándida; ten presente que despues de ocho años de constancia no es fácil olvidar.
¿Olvidarte, amada mia? Oh, no, no digas esto; tú no puedes creerlo, y me martirizas á mí. Te amo cual el ruiseñor á la enamorada filomena, cual las flores á la brisa, cual el lirio á la azucena y el céfiro á la áuras.
Podremos estar separados, mas no ausentes; mi espíritu traspasará todos los límites; para mi amor no habrá distancias. Tu imágen vivirá conmigo eternamente. Te veré diáfana y bella entre los pliegues del sonrosado manto de la aurora; te contemplaré extasiado en el lecho de ópalo y grana que las doradas nubecillas ofrecen al sol cuando camina hácia su ocaso, y serás el númen de mi fantasía, la musa que me inspirará los mejores cantos.
—Perdona mi severidad, Mario mio: esta exaltacion, estas dudas que me atormentan son hijas de un sentimiento que ni tu helada indiferencia podria agotar.
—Cándida, te ruego no me quites el gran valor que para dejarte necesito. En medio del indecible júbilo que al estar á tu lado experimento, una gota de ajenjo se mezcla á tanta dulzura; esta amarga gota es el recuerdo de mi deber, que me ordena marchar.
Debemos separarnos: mi protector, el señor duque, me espera, y quiere que le dedique la velada de hoy. Si tú me lo permites saludaré á tu madre; deseo repetirla que siempre te amaré; quiero estrechar tu mano, acariciar con mis ojos tu frente, aspirar el ambiente de la morada que habitas tú.
—Oh, sí; llama en la puerta mientras anuncio á mamá tu visita, que Marta te abrirá.
Cinco minutos despues de este diálogo, Marta, la buena anciana que no quiso abandonar á la familia caida en la indigencia, la generosa criada que no admitia retribucion alguna por sus servicios, salió á la puerta, con una vela en la mano, para conducir al cuarto de sus amas á su señorito, pues así llamaba á Mario.
—¿Cómo está usted, doña María? preguntaba Mario, estrechando la mano de la madre de Cándida con emocion.
—Bastante mal, amigo mio; la aproximacion del invierno hace sufrir una gran metamórfosis á mi ya quebrantada salud.
—Esperemos que este año lo pasará usted mejor; el reuma no es muy constante, y algun dia se cansará de mortificar á usted. Por otra parte, yo uniré mis ruegos á los de Cándida, y nuestra Señora de las Angustias fortalecerá su salud.
—Es usted muy buen amigo, y le doy anticipadas gracias por las plegarias que me ofrece, y que creo muy eficaces. ¿Cuándo es la marcha, señor mio?
—Mañana, señora: no es posible dilatarla por más tiempo, y le aseguro que me afecta cuanto usted no puedo imaginar.
—Sin embargo; la vida que va usted á emprender es muy fascinadora; la vida del buen poeta es muy brillante en Madrid, y usted va á la córte precedido de un gran nombre literario.
—Crea usted, señora mia, que si los médicos no me hubieran prescrito como único medio de aliviar mi vista el abandono de los pinceles, jamás me hubiera movido de Granada, á pesar de los encantos que usted supone para mí en Madrid.
—No dudo en estos momentos de la veracidad de sus palabras; mas mi experiencia le asegura que Madrid es un Leteo, y que pocos jóvenes dejan de beber sus aguas.
—Hágame usted el favor de no confundirme en el número de los demás: yo no puedo olvidar á Cándida, porque es un ángel que posee las más ricas virtudes. El amor de Cándida, sólo su amor me impulsa á dejar mis alegres sierras, mis risueños valles, mis montañas bordadas de flores y las hondas márgenes del Darro, por las áridas orillas del mísero Manzanares. Precisamente vengo á solemnizar mi palabra ante usted; vengo á prometerle, á fe de caballero, casarme con su hija en seguida que le pueda ofrecer una posicion que le proporcione las comodidades que ha perdido, y que tanto necesita. Le juro á usted por lo mas sagrado que...
—Deténgase usted: nada de juramentos, caballero: yo quiero que mi hija sea amada espontáneamente, sin que se obedezca á promesas cuyo cumplimiento pudiera ser más bien hijo de la hidalguía que del amor.
Cándida, durante esta violenta escena, se hallaba sentada en una sillita baja, llorando silenciosamente.
La escasa luz de una pálida bujía dejaba en la sombra á la enamorada jóven, de modo que nadie se apercibia de que sus dedos se movian precipitadamente, cual si hiciera una labor.
Por fin, se aproximó al modesto velador en que estaban apoyados su madre y su amante, y dirigiéndose á éste le dijo, presentándole un cordon primorosamente trabajado:—toma, Mario; he tejido este cordon con hilos de oro de un manto de la Vírgen que no usaba ya, y lo he entrelazado con cabellos mios.
Quiero que el recuerdo de nuestra Patrona y el mio, estén tan unidos en tu memoria como los hilos de su manto y las hebras de los cabellos que en el cordon te doy.
—Nunca lo separaré de mí, Cándida idolatrada, y te prometo colocar en él una medalla que mi buena madre me entregó al morir.
Además haré unos versos con este asunto, dedicados á tí, y te los remitiré sin publicarlos, para que no sufran profanacion.
—Ellos serán mi devocionario, querido;—repuso Cándida conmovida.
Doña María se levantó y dijo á Mario en voz baja: termine usted pronto esta escena, porque mi hija se halla demasiado afectada.
Mario contestó en la misma voz:—Sí, doña María, debo marchar.
—Hija mia, llama á Marta para que prepare luz.
Cándida desapareció comprendiendo en las miradas de su madre que la indicaba desahogase su llanto y entrara serena.
Doña María reprimió sus lágrimas y tendió su mano á Mario, diciéndole algo turbada:—Tenga usted presente que de usted depende la vida de mi hija; es una delicada sensitiva, no sea usted el huracan que destroce sus hojas y azote su tallo.
—Señora, procuraré ser para ella templada y acariciadora brisa y no devastador y furioso aquilon.
Cándida acababa de entrar fingiendo una sonrisa, pero tan mal fingida, que parecia mas bien una lágrima en los labios.
—Adios, querida Cándida—decia Mario estrechando su mano;—ruega á Dios por mi porvenir que será el tuyo.
—Vivirás en mi corazon mientras éste palpite.
—Adios, señorito Mario—añadió Marta acompañándole;—escriba usted pronto para saber cómo ha llegado.
—Adios, buena mujer, cuide usted mucho á las señoras.
La puerta rechinó sobre sus goznes y se cerró quedando todo en silencio.
Eran estas señoras, la familia de un empleado que habia vivido espléndidamente; mas la enfermedad de él, crónica ya, concluyó con los ahorros que tenian hechos y murió legándoles la miseria y orfandad.
Doña María, anciana y siempre enferma, no podia ayudar á su hija en las labores; de manera que esta jóven se veia obligada á sostener los gastos de la familia con el producto de sus bordados y costuras. Su trabajo no podia proporcionarles todo lo necesario; asi es que vivian llenas de privaciones hasta verse reducidas á dejar la bonita casa que en la Plaza Nueva habitaban, vendiendo todos los muebles, y trasladarse á la desvencijada casa del barrio del Albaicin, en la cual las hemos presentado á nuestros lectores.
Marta concluyó sus obligaciones y fué á rezar con su señora. Marta era para ellas, más que una sirvienta, un agregado á la familia.
Cándida seguia bordando con afan.
Entre tanto, Mario doblaba esquinas y encrucijadas hasta encontrarse en una de las once calles que desembocan en la plaza de Bib-Rambla.
En esta plaza vivia el señor duque del Amaranto. El duque era un caballero de cincuenta años, bondadoso, ilustrado y protector de los artistas. Viajaba mucho, y su palacio de Granada era para él la isla de reposo, á la cual acudia siempre que se sentia fatigado para descansar con toda comodidad.
El duque dispensaba su valiosa proteccion al poeta-pintor Mario Alcaráz.
Extrañareis, queridos lectores, que no os hayamos hecho todavía el retrato físico y moral de este personaje; mas no ha sido descuido, queremos presentarlo en los fúlgidos salones del duque, porque le vereis mejor que en el opaco gabinete del barrio del Albaicin.
El palacio del duque del Amaranto era todo lo suntuoso que podeis soñarlo, queridos lectores.
No quiero molestaros con una prolija descripcion, porque os supongo impacientes ya por conocer á nuestro protagonista.
Mario subió la ámplia y marmórea escalinata del palacio; le condujeron á una iluminada antecámara y desde ésta al saloncito verde ó sea el cuarto de confianza en que recibia el duque.
Mientras esperaba se entretuvo en examinar una pequeña galería de pinturas.
Mario era un tipo poco comun: contaba apenas veintiocho años de edad, su estatura era elevada, sus cabellos negros como el azabache, y su poblada barba del mismo color.
La extrema palidez de su rostro semejábase al blanco mármol de Carrara. Sus ojos, que eran muy grandes, tenian el color de la venturina, y segun la expresion que animaba su mirada tomaban estos otro color. Cuando el entusiasmo le embargaba, el color era lapizlázuli, y cuando aparecia doblegado por el abatimiento, presentaba un tono pizarra ó ceniciento.
Generalmente aparecian garzos.
¡Qué hermosos son los ojos garzos! Como dice Larra, existe una gran ventaja en los ojos garzos, y es que toman el color que prefiere el que los mira.
Uno que le gustan los ojos azules, encuentra más azul que negro; el que prefiere los negros, encuentra más negro que azul.
La frente de Mario era espaciosa y altiva y su semblante dulce y simpático.
Era esbelto, andaba de una manera majestuosa y pausada, y sin dar importancia al tocador, aparecia vestido con la irreprochable elegancia de un lord.
El duque no se hizo esperar mucho tiempo.
—¡Hola! querido Mario—exclamó;—ya empezaba á creer que me habia usted olvidado.
—Eso no es posible, señor duque. Pero observo mucho movimiento en el palacio; ¿marcha usted?
—Sí, amigo mio, parto á Escocia.
—Feliz de usted que va á la patria del inimitable Ossian y visitará la cuna del Ariosto.
—¿Quiere usted venir conmigo?
—Gracias, señor duque; si fuera libre, independiente cual usted, le acompañaría; mas aquí me esperan los cariñosos brazos y el amante corazon de una mujer.
—¿Qué proyectos tiene usted en Madrid? pues supongo persiste usted en la idea de ir allá.
—Sí señor, mañana marcho: me esperan para colaborar en varios periódicos, en los cuales se me asigna muy buen sueldo contra lo acostumbrado en España. Además voy á recoger el producto de mi poema.
—¿Cómo se titula?
—Lágrimas de fuego.
—Ah, sí, ya recuerdo: ¿y cuánto cree usted que le habrá producido?
—Segun mi editor, se han vendido muchos ejemplares, de modo que puedo esperar se recauden unos cuarenta mil reales en la actualidad hasta que se envien á Cuba algunos ejemplares más y se duplique la cantidad.
—Con esa suma puede usted asociarse á algun hombre de negocios y prosperar.
—Por ahora me es imposible, en atencion á que tengo bastantes deudas.
—¿Necesita usted dinero?
—No, señor duque, hoy estoy en fondos.
—Sea usted franco.
—¿Acaso no lo he sido siempre con usted?
—Sentiria lo contrario.
—No dude usted, señor duque, que le considero mi segundo padre.
Siento manifestar á usted que tengo que retirarme, pues todavía no he hecho el lio, como vulgarmente se dice.
—Lo siento, querido Mario; desearé disponga usted de mi amistad y mi fortuna como guste, á pesar de nuestra ausencia. Tome usted estas cartas que le introducirán en los salones de personas de alto rango; puede usted presentar las que guste, pues á nada queda obligado; mi único deseo es que le sean útiles mis relaciones.
—¡Cuánto debo á usted!
—Nada, nada; todo lo que hago es poco para lo mucho que usted merece.
—Mil gracias: adios, señor duque, apunte usted sus impresiones de viaje y á su regreso podremos gozar de ellas reunidas.
—Así lo haré. Trabaje usted mucho, deseo se halle inspirado para eclipsar á todas nuestras glorias.
Mario bajó los anchos peldaños y despues de recorrer algunos callejones, entró en una humilde casa de la calle del Moral, sita en la parroquia de la Magdalena. Subió una corta gradería de escalones desiguales, encendió un fósforo é introdujo una llave en la cerradura de su pequeño aposento.
El cuarto de Mario tenia un tinte, grandioso y mísero, alegre y triste; era un amalgama de lo extraño y lo vulgar. Cinco ó seis coronas de laurel, con cordones de oro y magníficas cintas, con halagadoras inscripciones, ornaban las desnudas paredes, en union de una Dolorosa y un retrato de una anciana mujer que indudablemente era la copia de su madre.
Una mesa escritorio de caoba de forma antigua llenaba la mitad del cuarto, y sobre ésta habia dos escribanías de oro regaladas al poeta por aristócratas amateurs de los buenos versos. Esta mesa se hallaba completamente cubierta por multitud de periódicos, de cuadernos de todos tamaños con poemas en variados metros y pequeñas cartas geográficas.
Un veladorcito incoloro por las injurias del tiempo le servia de lavabo, y en él aparecian corbatas, jabones, cepillitos, frascos, una jofaina rota, dos peines y un trozo de cristal azogado.
Algunas pilastras de libros rodeaban una cama de nogal cubierta por una colcha de abigarrados colores de muy mal gusto.
Las dos habian dado en el reloj de la Magdalena y todavía continuaba el poeta-pintor llenando sus dos maletas, rompiendo cartas innecesarias y colocando en pequeñas cajas de ébano pinceles, colores y frascos de barniz.
Despues abrió una cartera de piel de Rusia y guardó respetuosamente retratos de mujeres, rizos negros y rubios, lacitos y hojas de flores marchitas.
Cuando hubo colocado libros y papeles en las maletas, arregló su saco de noche y despues cerró herméticamente un baul que tenia lleno de obras de autores antiguos.
Descolgó el retrato de su madre, que era lo único que quedaba en los testeros del cuarto, y besándolo con cariño exclamó fervorosamente:—¡Oh, madre mia! Tú que me ves desde la region de los justos, vela por mí; ruega al Dios misericordioso me bendiga y proteja; tu intercesion será muy atendida, pues has sido un ángel en la tierra. Yo conservaré tus sanos consejos, incrustados en mi memoria. Yo despertaré mis sentimientos para todo lo grande y lo santo; me elevaré por tu sagrado recuerdo y practicaré el bien, no por filantropía, sino por la dulce satisfaccion que me proporcionará el cumplimiento de un deber que me recomendaste tú.
Aquí, en nuestra patria querida dejo á la amada de mi corazon; posa sobre ella tus níveas alas; sé el escudo de su inocencia; consérvame su alma tan pura, tan inmaculada cual la tuya, y no consientas que nadie le arrebate su candor infantil, su modestia y virtud.
Despues de esta plegaria, permaneció en muda contemplacion, hasta que la nueva aurora, rasgando los negros velos de la noche, esparció su refulgente resplandor por los ámbitos del mundo.
La sirvieron en su mismo cuarto un chocolate, solventó sus deudas con el ama de la casa, y tomó la cartera de viaje, entregando su equipo á un criado de la casa, para que lo llevara á la estacion de ferro-carriles.
Un coche de plaza le condujo muy en breve allí.
Pronto se vió en medio de los jardines que circulan á la estacion, situada en la parte Norte de la ciudad, detrás de la Fuente Nueva, y á la izquierda del barrio de San Lázaro.
En este ameno sitio hay magnífico arbolado, plantas de diversas clases, parterres deliciosos salpicados de fuentes, saltadores y juegos de agua que regocijan la vista y el corazon, haciéndole al viajero más triste su partida.
El aviso fué dado; los viajeros ocuparon en los coches del tren sus respectivos puestos, y Mario se reclinó en los almohadones de un coche de primera clase.
Llevaban gran velocidad.
Mario sacó un pliego de papel y un lapiz, y se ocupó durante su viaje en hacer una despedida, en octavas reales, á la sultana de las flores, á su patria adorada, á la sin par Granada.