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Maura es una novela de la escritora Concepción Gimeno de Flaquer. En ella la autora nos presenta una figura femenina modélica enfrentada a la tensión de las expectativas patriarcales que la rodean y un dilema moral que amenaza su posición, privilegiada aunque enclaustrada.-
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Seitenzahl: 121
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Concepción Gimeno de Flaquer
Saga
Maura
Copyright © 1888, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509168
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Novela dedicada a la inteligente y bella dama Carmen Romero Rubio de Díaz Concepción Gimeno de Flaquer
Era una mañana primaveral: la perla de las Antillas despertaba del letargo nocturno; los pájaros cantaban como solo cantan bajo el risueño cielo tropical, las flores exuberantes de vida alzaban erguidas sus corolas sacudiendo el brillante aljófar de sus pétalos; la naturaleza entera parecía entonar un himno al Creador.
En elegante casa situada en una de las principales calles de La Habana y tras ancha ventana de un cuarto bajo, veíase medio oculta por el encaje de las cortinas a una bella joven sentada ante una mesita escribiendo con gran rapidez, cual si la dominara febril agitación. A través de su despejada frente, se adivinaba el tumulto de sus ideas librando extraño combate. Un espiritista la hubiera supuesto medium inspirado.
La poética figura de la joven despertaba grandes ilusiones: esbelta, pálida como un rayo de luna, adornada de abundoso cabello negro, y con grandes y rasgados ojos árabes en los que ardía la llama de la inteligencia iluminando la melancólica expresión de un correcto rostro, su aspecto era fascinador, podía considerarse como la representación de la materia espiritualizada.
En la casa reinaba profundo silencio, pues la mayor parte de sus moradores se hallaban en brazos de Morfeo. Veamos lo que contienen las páginas escritas por la interesante joven, con gran exaltación.
Habana, 27 de marzo de 1860. Sr. D. Alberto Laplana.
Respetable doctor: gracias mil por su bondadosa deferencia al permitirme la dicha de conversar con usted por medio de estas páginas.
Mi salud sigue quebrantada, la debilidad física que tanto ha preocupado a usted es hija de mi debilidad moral. A usted, alma generosa que desciende hasta mí, nacida en tan humilde condición, no debo ocultar mis sentimientos, y así cuando vuelva a estas playas tal vez reforme el plan curativo, para conservar una existencia que detesto, pero a la que no pondré fin porque la defiende el juramento que a usted hice. Acépteme este sacrificio como la mayor prueba de gratitud que puedo ofrecer a sus bondades.
Deseo me diga usted la impresión que le ha causado esa adorada España que me forjo tan hermosa y que aparece en mis sueños como un edén encantado, porque representa para mí la libertad. ¡Libertad! ¡Oh, fúlgida palabra! ¡emblema de la felicidad! Yo la veo escrita en los esplendores de la naturaleza y no la puedo gozar ya que el destino cruel me ha condenado a la esclavitud. Nada importa que en mi blanco rostro no se adivine la sangre que circula por mis venas, si pesa sobre mi existencia el estigma maldito de una raza desdichada.
No puedo fingir a usted una resignación que no siento, mi mirada serena tal vez refleja las tranquilas ondas de un lago; pero mi alma es un volcán en ignición. Tempestades de ideas bullen en mi cerebro, candentes pensamientos abrasan mi frente, agitadas pasiones exaltan mi corazón, y en todo mi ser domina una anarquía moral que me hace vagar sin rumbo fijo, con el incierto paso de una enajenada. La lucha de mi fuerte voluntad contra mi grande impotencia aniquila el vigor de mi juventud.
No espere usted doctor, que le revele la ciencia los males que me aquejan: ¡es mi espíritu quien mata mi cuerpo!
Lucho por adquirir la humildad que necesito para acatar mi destino, y la soberbia satánica se alza en mi alma con más fuerza que nunca. La naturaleza debió crearme en un momento de error: todo es contradictorio en mi ser; para mi baja condición me hallo dotada de ideas muy altas; para mi pobre estado, de aspiraciones muy ambiciosas. Mi altivez se subleva al considerar que desciendo de una raza clasificada como inferior a los seres racionales. Quiero elevar mi pensamiento a Dios por medio de una plegaria, y dirijo una blasfemia; quiero suplicar y exhalo quejas; deseo refugiarme en la religión que mi madre adoptiva me ha enseñado, y me revuelvo en la impiedad.
¡Resignación! La esclavitud ha existido siempre en diverjas formas; ¿qué ha hecho por mí el cristianismo, esa religión redentora? Nada: soy una mercancía; si es tan poderosa esta religión ¿por qué me tiene cautiva? Dios es la justicia, y esta división de castas es injusta. La explotación de la desgracia por los afortunados es inmoral. Mas qué digo; me atrevo a juzgar a Dios: él puede arrojarme al abismo como el ángel soberbio. Si esta vida es de expiación, debo hacer méritos para conquistar otra mejor. Si Dios derramó su sangre por el género humano, los hombres son los que cometen un crimen contra la naturaleza al postergarme. ¡Las leyes, fatal palabra! La conciencia debe anular esas leyes infames.
¡Vender el hombre al hombre! ¿Puede existir derecho más absurdo? ¿Por qué me ha sido concedida esa chispa de inteligencia que poseo? Si no me hubieran educado, si viviera en la ignorancia, cual las de mi raza, no comprenderla la injusticia de los hombres y no odiaría a la sociedad. ¿Por qué me han ilustrado? otra blasfemia doctor, otra ingratitud hacia la buena señora que me enalteció con su nombre. ¡Renegar del saber, qué aberración! Acaso la alondra mensajera de la luz, querría cambiarse por el feo murciélago o la siniestra lechuza.
Hay momentos, doctor, en que soy impotente para contener mi frenética desesperación; en tal estado rasgo mis lujosas galas porque ellas representan mi esclavitud. ¡Es tan satisfactorio vestir, aunque sea unos harapos, pero que nos pertenezcan! Este lujo, este lujo con que me cubre la opulencia de mis amos, es la librea de sus vanidades, estos atavíos son humillantes. ¡Paciencia! Quisiera ser humilde y no puedo. Algunas veces quiero llamar a las puertas del cielo, pero lo hago tan imperiosamente que no se me franquean.
En la soledad medito acerca de mi triste sino, me pregunto el lugar que ocupo en este mundo, y me convenzo de que soy cual esa flor olvidada, pálida y triste que se llama ranúnculo glacial en torno de la cual jamás revolotean las mariposas.
Hasta la amistad que usted me concede, asegurándome que soy digna de ella, paréceme una limosna de su alma a la mía.
¡Inútil es me diga usted que no reconoce más jerarquías que las del espíritu! ¡Generosidad! ¡todas esas frases son generosidad!
Perdóneme, solo a usted muestro las llagas de mi corazón, pues al bondadoso Aureliano le afligiría conocer el estado de mi alma. El afecto de usted es mi consuelo; a veces temo perderlo: no le sorprenda, los desdichados desconfían de todo y es muy desdichada.
MAURA.
Ha llegado el momento de presentar al lector los habitantes de la casa en que le hemos introducido. El señor don Mariano Brasel era un opulento propietario, enriquecido con el inhumano y vil tráfico de los negros. Acababa de perder a su virtuosa esposa, en los momentos en que aparece en escena y no le quedaba más que un hijo de 22 años de edad, llamado Aureliano. Al morir la señora de Brasel, había encargado a su esposo que considerase a Maura como hija, y murió tranquila pensando que a la pobre mulata no le faltarían las comodidades y el bienestar, que a su lado había disfrutado. No pensó en destinarle ningún legado, porque cuanto poseía era de Brasel y el carácter tímido de esta señora no le permitía disponer del dinero de su marido.
Maura era hija de una negra que murió al darle la vida: la propietaria de la madre de Maura hubiera sido completamente feliz a no haberle negado la naturaleza el placer de la maternidad.
No teniendo hijos, se propuso educar a la mulata como hubiera educado a una hija suya y la cuidaba con un entusiasmo y una ternura que revelaba un delicado instinto natural. Lo primero que hizo fue darle su nombre y buscarle los mejores profesores.
Maura, dotada de gran inteligencia y de extraordinaria belleza, satisfacía las aspiraciones de su madre adoptiva y había concluido por llenar el vacío que existía en el corazón de aquella señora, nacida para el amor maternal.
Los progresos de Maura la envanecían muchísimo, llegó a estar orgullosa de la niña y se forjó la ilusión de que era hija suya; mas la suerte de esta cambió notablemente: su protectora enviudó, puso al frente de los intereses de la casa un apoderado o administrador que la dejó en la miseria, y la triste viuda sucumbió, víctima del dolor.
Desde la muerte de su adorado esposo, no había tenido un momento de salud, y los pesares que le ocasionó la miseria a que no estaba acostumbrada, acabaron con su combatida existencia. Íntima amiga de la señora de Brasel, llamó a esta momentos antes de morir, para decirla que moriría tranquila si la ofrecía encargarse de la desdichada Maura, pues su gran desesperación era la soledad en que la dejaba.
No habiendo podido conservar una cantidad que hiciera independiente a la mulata, resignábase dejándola al lado de la virtuosa señora de Brasel. Dicha señora hizo a su amiga los más solemnes y cariñosos ofrecimientos, y la moribunda bajó al sepulcro con la esperanza de que dejaba asegurada la dicha de su protegida. A Maura no podía causarle violencia vivir con los de Brasel, porque estaba acostumbrada a ver a dicha familia en casa de su madre adoptiva, diariamente, y a partir sus juegos infantiles con Aureliano. Había sido el único amigo en los primeros años de su vida. Mientras vivía la señora de Brasel, Maura no carecía de nada y continuaron desarrollándose con el estudio, los ricos tesoros de su inteligencia; pero a la muerte de su segunda protectora cambió la brillante decoración de su existencia. El señor de Brasel la suprimió todas las consideraciones de que estaba rodeada y la rebajó hasta colocarla al nivel de sus criados. La muerte de sus dos protectoras, y este cambio de posición, causaron en el alma de Maura tristísima impresión, y desde entonces no volvió a iluminar su semblante la más leve sonrisa. Colocada a las órdenes del señor Brasel, negrero de oficio, se comprenderá lo que debía sufrir. Pasados algunos meses, la situación de Maura se complicó, tomando un carácter más desolador. El señor de Brasel invitó a su única sobrina, huérfana que vivía con un aya, para que formara alianza con ellos, y ambas se trasladaron a casa de don Mariano Brasel. Carlota, que así se llamaba la sobrina, era una joven de diez y nueve años de edad, caprichosa, díscola y antojadiza. Una tía suya muy lejana, le había legado por no tener parientes más cercanos su título de nobleza. La vanidad de Carlota se había hinchado tanto, que exigía la apellidasen marquesa, y el que la llamaba por su nombre, incurría en su desagrado. Carlota padecía constantemente mal humor, pues era tan marcada su fealdad que hasta tenía conciencia de ella. Toda mujer fea, rechaza la idea de su fealdad con mil sutilezas ingeniosas, pero cuando sus amigas la hacen comprender la verdad, ah, entonces germinan en ella perversos sentimientos que no se habían descubierto antes.
La mujer que carece de belleza y lo conoce, no puede ser más que santa o malvada; ángel o demonio. Necesita poseer un alma muy sublime para poder perdonar una mujer a otra, el privilegio de la hermosura.
El martirologio hubiera aumentado sus páginas, si hubiera consignado los nombres de todas las mujeres feas; ¡lo cual fuera muy justo!
Carlota no era mártir, era sacrificador; sus amigas no podían soportar la dureza de su carácter, y los criados su tiranía.
El señor de Brasel ofreció a su sobrina un regalo, y le entregó a Maura como si hubiese sido un perrito faldero. Maura fue declarada propiedad de Carlota. La desdichada mulata no podía sufrir la penosa transformación operada en tan corto tiempo. Servir a Aureliano, su amigo de la infancia, le era grato, servir a Carlota le parecía humillante. Aureliano era el contraste de su padre y su prima: bondadoso, sencillo o ingenuo semejábase notablemente a su madre. Parecía que, al darle el beso de despedida, le había transmitido la virtuosa señora, todos sus nobles sentimientos.
Su situación era difícil, rodeado de aquellos seres: al querer tributar la más leve consideración a Maura, inspirado por la compasión hacia criatura tan desdichada, oía los más duros reproches dirigidos por su padre y su prima.
Vivían en una batalla perpetua: no emitía él una idea, sin que sufriera mil contradicciones.
Caracteres diametralmente opuestos, a cada palabra se armaba discusión.
Aureliano que había sido inspirado por su madre, consideraba a Maura como a hermana suya: su padre y su prima la creían de raza muy inferior. Era imposible armonizar tan divergentes ideas. El aya se inclinaba hacia Maura, atraída por los encantos de la mulata, pero como el papel del aya era muy secundario y además estaba pagada por Carlota, tenía que disimular el desagrado que le causaba la conducta de esta para la desdichada Maura.
Aureliano, poco podía hacer en obsequio de ella; su padre tenía una inteligencia limitada y había creído ignominioso que el hijo de un millonario estudiase una carrera, y como todos los intereses eran suyos, el pobre joven vivía supeditado a la voluntad del negrero.
Aunque bajo dorado aspecto Aureliano era tan esclavo como Maura, porque no poseía la independencia que da el producto del trabajo. Tenía que sufrir la dura opresión de su padre.
No poseyendo instrucción sólida, y solo un ligero tinte artístico, no le era fácil dedicarse a trabajos que le emanciparan. Mataba sus ocios, dibujando, y para este arte, contaba con bastante aptitud. Sobre todo para el dibujo natural.