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Mujeres de raza latina es un ensayo de la escritora Concepción Gimeno de Flaquer. A través de un elenco de personajes femeninos históricos y contemporáneos a la autora, siempre procedentes de América Latina, se presenta una dura crítica contra las tradiciones machistas y opresoras de su época, convencida en relegar a la mujer a un segundo plano social, político, cultural y vital.-
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Seitenzahl: 203
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Concepción Gimeno de Flaquer
Saga
Mujeres de raza latina
Copyright © 1904, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509137
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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A sus amigos de México,
La Autora.
La mujer de Madrid.
Esfinge, Proteo, jeroglífico indescifrable considérase al tipo que pretendo retratar. ¿Será difícil definirle porque la madrileña es muy mujer? Convencida de que para bosquejar su fisonomía moral, más que visualidad psíquica ó fuerza intuitiva precisa ser tan mujer como ella, decídome á estudiar á ese enigmático ser. Posee tantas iridiscencias, tantas facetas, metamorfoséase de tal modo, que escapa al análisis del observador.
Alma dotada de cualidades extrañamente complejas, criatura formada de antítesis, conoce el secreto de hacer atractivos hasta sus defectos.
La encantadora ligereza de su carácter hácela parecer superficial, y, sin embargo, posee un sentido crítico que pudiera tener gran alcance si no degenerara en la ironía, y á veces hasta en el sarcasmo de dudoso gusto. Su coquetería sabia, insinuante razonamiento y habilidad para el sofisma, son capaces de trastornar el cerebro masculino mejor equilibrado.
Acróbata intelectual, sorpréndeos con los juegos malabares de su espíritu; la alquimia de su vanidad ofrece transformaciones incalculables, porque, es de justicia decirlo, la madrileña tiene las vanidades de las demás mujeres y la suya propia. Alegaré en su defensa que éstas son de naturaleza étnica; es indudable que la vanidad se aspira sin advertirlo en la atmósfera de la coronada villa. Podréis ser modestos, hasta humildes, mientras no os acerquéis á Madrid; pero tan pronto como el aliento del Guadarrama oree vuestros rostros, os volveréis presuntuosos. Efluvios de vanidad agítanse en el ambiente cortesano como átomos impalpables que penetran por los poros.
¿Es artista la madrileña? Podría serlo. Posee facultades artísticas, pero no crea por falta de tiempo. La mujer de Madrid visita museos y pinacotecas: os habla de las salas de Goya y de Velázquez, de los frisos del Parthenón que ha visto en el Museo de Reproducciones, de la armadura de Carlos V y el casco de Don Pelayo, pero no toma en serio ni el arte ni la historia; los ejemplares que un arqueólogo contempla con respeto religioso, son para ella bonitos bibelots con los que adornaría su boudoir sin la menor idea de profanación. La mujer de Madrid va á los museos, como va á todas partes, por la necesidad que siente de andar de bureo. Echadla en cara que se pasa la vida recogidita en la calle, y se defenderá hábilmente diciéndoos: ¡Son tan lóbregas las casas! No hay en ellas bastante oxígeno, se carece de luz, parecen jaulas. Estas razones deben atenuar un poco la fama de su delirio callejero.
Forman la lectura de la madrileña los versos de Zorrilla y de Becquer, los diarios de noticias, las revistas ilustradas que se ojean rápidamente, y las novelas cortas, muy cortas, porque la madrileña vive de prisa, al vuelo; y deteniéndose á leer la historia de un siglo, ¿cómo, habia de ir en un día á tiendas, á visitas, á paseo, al teatro y al sarao?
Su instrucción no está basada en la lectura, débese á la curiosidad; no adquiere su ilustración en los libros, sino en el documento humano. En vez de estudiar, adivina: creedlo, con su ciencia infusa, con sus conocimientosautodidácticos, transtorna al más ladino.
Su afición al retruécano, es tan grande, que por lucir una frase ingeniosa, aun á riesgo de cometer una gerundiada, es capaz de sacrificarse á sí misma y á la parentela de cinco generaciones. Su palabra es aguda; recuerdo, entre otras damas, á la Duquesa de Castro Enríquez y á la Marquesa de la Laguna, que encanta oirlas por la rapidez de la réplica oportuna y chispeante.
Suele ser acusada la mujer de la Corte de padecer manía de exhibición; supónese que no va á la Academia, al Congreso, al teatro y al paseo por hacer ejercicios saludables para el espíritu ó el cuerpo, sino por mostrarse. Insisto en asegurar que va á todas partes impelida por la curiosidad. A ella debe el barniz de cultura que la envuelve. Es verdad que no estudia, pero recibe instrucción auricular. Los discursos de sus amigos en la Academia de la Historia y de la Lengua: el del primo en la de Bellas Artes, y las conferencias del vecino en el Ate neo, ¿no son grandes elementos de ilustración percibidos por el órgano auditivo? Tampoco ha necesitado leer á los clásicos, porque las Compañías de la Guerrero y la Tubau se los han dado á conocer en esos días de moda en que asiste á los teatros el todo Madrid que sabe vivirá la dernière.
Desconoce el poder moderador de la eutropelia, siéntese abrasada por la fiebre de goces sociales; cuenta los días de la semana por el número de fiestas á que ha de asistir, además de las novenas, duelos y juntas para tratar asuntos de beneficencia, muy atendida en la Corte gracias á las mujeres, y no es posible que tenga tiempo para leer. Sin embargo, sabe deciros con orgullo que Lope, Calderón, Tirso, Moratín, Quevedo, D. Ramón de la Cruz y Fígaro son conterráneos suyos.
Acúsase á la madrileña de poca religiosidad, de convertir la iglesia en escaparate donde luce sus galas. No hay tal cosa. Si no va á misa hasta las doce, es porque se levanta tarde; si prefiere las Calatravas á San Ildefonso, es porque en aquella iglesia hay fragantes emanaciones y en ésta hedor; y como es delicada, anémica y nerviosa, no puede soportar el contacto con la gente soez porque el vaho que exhala esa gente prodúcela bascas.
Eminentemente aristocrática, su megalomanía consiste en un título nobiliario; es la meta de sus deseos, el ideal más acariciado, el summum de sus aspiraciones, su rosáceo sueño.
Á la madrileña no le dan independencia las leyes, pero sí las costumbres. Ella lleva el cetro del hogar, preside los salones, dirige la conversación, decreta fórmulas sociales, dicta usos nuevos, proscribe los antiguos, influye en la moda y hasta en la política. En pocas naciones se ven tantas señoras en el Congreso como en la capital de España. Puede asegurarse que en la Corte no hay político sin Egeria. La madrileña elabora reputaciones, intriga, hace diputados, asciende al subalterno, da grados al teniente. Todos estos prodigios realízalos con sus artes de mujer de salón.
Es nocherniega, ó noctiluca, porque como la luciérnaga brilla más de noche que de día; pero no es noctívaga. Cuando al salir del teatro va á un baile, y mientras sus hijas danzan, juega al tresillo con el General, el Diputado y el Ministro, no creáis que pierde el tiempo: del General consigue licencia absoluta para el hermano de su costurera, del Ministro una credencial para el padre de la peinadora, del Diputado una pensión para traer al Conservatorio á la niña de su administrador; y si entre los mirones se encuentra algún Concejal, arráncale la promesa de que adoquinarán la calle donde ha construído un hotel.
Si permite que los visitantes noctambuleen más de lo regular en su casa, es porque da un asalto á sus bolsillos, haciéndoles adquirir papeletas para un concierto á beneficio de las Hermanitas de los pobres, para una kermesse en el Asilo de Santa Cristina ó para una rifa cuyos productos se destinan á la beneficencia domiciliaria.
La mujer de la Corte no es aficionada á madrugar: cuando le celebran el placer de ver sonreir á la aurora, contesta que la aurora se sonríe de las tontas que se levantan á contemplarla, y, sin embargo, el día en que tiene deberes benéficos que cumplir deja aunque sea en Enero el blando y templado lecho, para llevar socorros al tugurio del menesteroso, andando veloz con su resuelto y menudo pasito por calles mal empedradas, en las que no transitan á tales horas más que las burras de leche.
La madrileña, con su tipo delicado, grácil, es muy fuerte: desafía en invierno la inclemencia de la temperatura, presentándose en la Castellana ó en el Retiro, donde suelen rugir vientos huracanados, luciendo su esbelto talle. A pesar de cuanto se dice, hállase poco metalizada: si ambiciona no es por avaricia, sino por dispendio, por la necesidad que siente de ser espléndida, generosa. Para marido, deslúmbrale más el brillante cargo oficial que la gran renta, lo que demuestra que tiene menos ambición que vanidad. Es devota del dios éxito, simpatiza tanto con el vencedor, que en cada madrileña parece palpitar el corazón de una Cleopatra.
A la mujer de la Corte esposa de militar ó de empleado, apenas le basta el sueldo de su marido para atender á las necesidades de la familia y á las que le crea su cultura; pero vive tranquila, alegre, en la imprevision de un mañana desdichado.
Hoy, que tanto se habla de regionalismo, debo hacer observar que la madrileña es completamente regionalista. Nada hay en el mundo como mi Madrid—dice á cada instante; —y en efecto, así lo cree. Para ella Madrid reúne todas las perfecciones; es el emporio del arte, de la sabiduría, de las letras, las ciencias, la urbanidad, la elegancia y el buen tono: el que no ha recibido bautismo artístico ó literario en Madrid, antójasele anabaptista intelectual.
Curioso es advertir el aire de protección con que se presenta ante la provincianita recién llegada á la Metrópoli, ó el desdén burlón con que la mira. Si la infeliz le ha rendido parias, conviértese en maestro de ceremonias, enseñándole desde el arte de saludar, hasta la manera de sentarse; si no se presenta vencida, amilánala con sátira quevedesca, haciéndola objeto de bromas punzantes, eligiéndola por blanco de las diatribas de sus contertulios. En ese caso la inocente sufre las consecuencias de la más dolorosa novatada.
Como la madrileña se considera árbitra del buen gusto, declara cursi cuanto no se dice, se hace y hasta se piensa al estilo de Madrid. Si la víctima protesta afirmando que en su tierra hay también gente culta, gente fina, anonádala con el acostumbrado estribillo: finura provinciana.
La mujer de Madrid hácele á la provincianita cursar el bachillerato, y hasta le concede la licenciatura en artes de salón ¡pero no la borla doctoral! Si llega á otorgársela, ¡á qué costa! Erigida en dómine tirano, no permite á su esclava tener voluntad; cuanto hace sin su anuencia encuéntralo ridículo, y en Madrid lo ridículo deshonra más que el deshonor.
La madrileña es de trato expansivo, con apariencias de sincero; llega en breve á la intimidad, adquiere amistades con la mayor ligereza y con la misma las abandona. Fórmanse las mujeres de Madrid del contingente que envían todas las provincias de España á la Corte, considerándose madrileñas por afinidades de espíritu, sin esperar carta de naturaleza. Al sentirse madrileñas, lo son moralmente, porque han dejado de parecerse á las mujeres de la tierra en que nacieron, abandonando sus costumbres.
La mujer de la Corte tiene boudoir, pero no tiene salón en el sentido que se da en Francia á la palabra, pues carece de esas tertulias donde se cultiva la conversación, emulando los dos sexos por brillar en el discreteo, la coquetería de la frase, el dandysmo intelectual el flirt del equívoco, la ingeniosa causerie.
La causerie no es la conversación: Voltaire era causeur, Rousseau hablista, Diderot conversador. Un gran causeur ha dicho: confundir la causerie con la conversación es solecismo moral. En la Corte hay parlanchines, habladores, charlatanes en abundancia, pero pocos causeurs: no es lo mismo conversar que despotricar. Para ser buen causeur es preciso tener un ligero tinte de muchas cosas, dón de gentes, palabra fácil, aguda; frase ligera, en la que chisporrotee el ingenio. En la conversación caben las disquisiciones profundas, que no admite la causerie; es más fácil que sea gran causeur una persona de mundo, aunque ignorante, que un misántropo sabio.
El cultivo de la causerie ejercitaria en nuestras damas el pensamiento, daría flexibilidad á su fraseología: en Madrid hay salones donde se hace música, donde se encuentra ambiente literario, mas ninguno donde se reúna la gente para cultivar el arte de la causerie. Las hospitalarias casas de las Marquesas de Esquilache y de Aguiar tienen tresillos amenos, pero no un salón de causerie, como logró formarlo Carolina Coronado, esa musa aureolada con el nimbo de la inspiración, la virtud y la hermosura. En su elegante casa de la calle de Alcalá reuníanse Castelar, Ayala, Alarcón. Castro y Serrano, García Tasara, Campoamor, Sagasta, Cánovas, Correa, Manuel del Palacio y Marqués de Salamanca para respirar la atmósfera del ingenio.
En el Madrid actual el sexo femenino sostiene conversaciones de locutorio, de bazar de modas, y de maledicencia; el sexo masculino, de política, esgrima y equitación. El Ateneo, el casino y el café alejan tanto á los hombres de los salones, que al encontrarse en ellos alguna vez con las damas, no saben de qué conversar. Mientras no exista una civilización para los dos sexos, no podrán entenderse; los hombres charlarán en el fumoir y las mujeres harán esfuerzos heroicos por soportarse mutuamente, humilladas por el abandono de los hombres. El día en que las madrileñas sigan de cerca la evolución de la ciencia, el arte y la literatura, interesándose por los progresos de la vida moderna, se formarán entre los dos sexos lazos intelectuales creadores del arte de la causerie.
Distínguese la madrileña por saber manejar la artillería de Cupido: con esta frase denomínanse en Francia los ardides, los recursos espirituales y materiales empleados por una mujer, que ya no es joven y todavía no es vieja, para ocultar el secreto que sabe guardar mejor: el de su edad. La artillería de Cupido es muy lícita, no hay que censurarla. Todas las mujeres qusieran gozar, como Hebe, de eterna juventud. Siendo la mujer un ser bello encargado de despertar el sentimiento estético, que es la cultura de las sociedades, la naturaleza no debiera haber tenido la crueldad de condenarla á envejecer. Sabido es que la mujer muere dos veces: la primera cuando deja de ser bella. Artista por temperamento el sexo hermoso, es lógico que luche por conservar la juventud. No es la edad peligrosa en la mujer los famosos treinta años; satisfecha de sí misma, si es bella vive tranquila. Su malestar, su desasosiego empieza á los cuarenta. ¿Soy joven aún? pregunta al espejo con inquietud. El mutismo de éste y la garrulería de su amor propio convéncela fácilmente de que lo es. Acude á los salones, y los hombres corteses continúan diciéndola frases halagadoras; pero si en la calle los cocheros y albañiles no la piropean como antes, vuelve á su casa tan triste como volvió Madame Recamier el nefasto día en que los deshollinadores que encontró á su paso no celebraron sus encantos.
La verdadera crisis en la mujer comienza á los cuarenta años. ¡Terrible período! Hállase moralmente en el mediodía de la vida, y el sol que ilumina su alma es abrasador. Al trasponer la primera juventud intenta asirse al cable salvador de la segunda, y no siéndole suficiente, procura crearse una tercera. En algunas mujeres, los cuarenta años son la plenitud, el apogeo; en otras ¡oh dolor! son el adiós de una primavera que no ha de volver, la última sonrisa de la vida.
Sin valor para abandonar el campo pasional, la mujer de cierta edad, así llamamos, tal vez por antífrasis, á la edad dudosa, defiéndese denodadamente desde sus invisibles trincheras.
La mujer vive del sentimiento, cualquiera que sea su edad, y es la mayor de las crueldades decirle que ya no debe amar. Como los hombres no llegan nunca á conocer todas las vidriosidades del carácter femenino, denominan jamona á la mujer que ha pasado de la primera juventud, sin saber que aborrece tal apelativo. ¿Es atenuante, piadoso? ¿Usanlo por eufemismo? Yo les aconsejo que lo supriman. Las mujeres prefieren el odio del hombre á su conmiseración: las sensibles no pueden renunciar nunca al amor, oxígeno del alma, caricia de la existencia, vida de la vida; las menos tiernas quieren inspirarlo, porque una mujer es joven mientras lo inspira.
No debe sorprender que la mujer de cuarenta años despliegue gran batería de campaña para defenderse contra la mano de Saturno, que suele hacer con el sexo hermoso lo que los soldados de César con los pompeyanos: apuntar al rostro.
La artilleria de Cupido es incruenta, inofensiva. No creáis que es nueva; desde Eva hasta nuestros días, á ninguna mujer le ha faltado en su arsenal. ¿Cómo consiguió Cleopatra dominar á Marco Antonio? Empleando la artillería de Cupido, más antigua que los cañones. ¿Por qué ocasionó Helena la guerra de Troya? Porque asedió á Páris con la artillería de Cupido.
Aspasia en Grecia, Livia y Julia en Roma, Ninón de Lenclos, Mme. de Maintenón y la Pompadour en Francia, ¿cómo triunfaron de rivales jóvenes y hermosas? Con la artilleria de Cupido, que más bien que afeites fué en ellas coquetería del espíritu, sutileza del entendimiento, diplomacia del flirt.
Invencible es el poder de la artillería de Cupido; ella hizo que Alejandro de Servia se casara con Draga-Maschin contra la voluntad del Consejo de Ministros, respondiéndoles: Se dice que mi novia cuenta cuarenta años; miradla y miradme. Ella tiene rosas primaverales en las mejillas y yo nieve en los cabellos. ¿Qué supone en tal raso mi partida bautismal?
Popea Sabina, amada por César; la Princesa de Éboli, encanto del frío Felipe II; la de los Ursinos, ídolo de Felipe V; la Duquesa de Valentinois, que tenía hechizado á Enrique II, á pesar de doblarle la edad, patentizan el infalible poder de la artillería de Cupido.
¡Mujeres de cuarenta años, no os apesadumbréis, aunque la escarcha de la vida haya caído sobre vuestros cabellos sin penetrar en el corazón! Los cuarenta años de una mujer hermosa son como la pátina que deja el tiempo en las obras de los grandes artistas; sirve para avalorarlas. Además, á los cuarenta años todavía es fácil quitarse algunos, los cuales no se pierden nunca, porque se echan sobre las amigas.
Consolaos: el fruto precoz es menos sabroso que el maduro: el sol poniente tiene más iridiscencias y majestad que la alborada. Hay en el otoño una melancólica languidez, una apacible serenidad que no se encuentra eu el verano. ¿Acaso las rosas amarillas de Octubre poseen menos fragancia que las violetas de Abril, y los pálidos crisantemos de Noviembre menos poesía que los lirios de Junio?
Los hombres de talento os preferirán siempre á las niñas insulsas que no saben mirar, que no pueden marearles, que carecen de intención, que desconocen vuestros secretos sugestivos, que no tienen vuestra gracia avasalladora, vuestra imperiosa osadia. Creedlo: una mujeres joven mientras lo parece, como lo parecieron eternamente Arleta y Melusina, manejando la artillería de Cupido, arma de gran fuerza defensiva.
* * *
Si la madrileña de las altas clases sociales es inteligente, no le va en zaga la chula, tipo de los barrios bajos. Distínguese por la fraseología insolente, el desparpajo, picaresca intención, sagacidad y arrojo. Es tan astuta, que dos chulas no pueden engañarse nunca; fuera más fácil que se engañaran un Talleyrand y un Metternich. Con su labia, con las sutilezas de su instinto, la chuladeja absorto al menos páparo. Creeréis que se burla hasta de lo más santo y es religiosa. Cuidado que nadie se atreva á nombrar sin respeto á su Virgen de la Paloma. Parece insensible, indiferente á todo, y tiene arranques de sentimentalismo como aquel de abrir una suscripción para enterrar juntos á dos amantes que se suicidaron porque sus padres se oponían al casamiento.
Es provocativa, audaz: si no está conforme con algún bando del Alcalde, que no vaya éste por su barrio, porque le dispara imponente metralla de tomates y patatas. ¡Cuántos jefes de policía han sido recibidos en la plaza de la Cebada á naranjazos! Tiene tan gran facilidad de expresión, que deja confundido al más desvergonzado, cuando suelta el chorro de su ingenio truhanesco. La chula esmérase en el arreglo del cabello, en el calzado y en la enagua de ruido, que siempre lleva muy bien planchada. Entre las chulas hay clases: la pobre es zafia, grosera; la que pertenece á la plutocracia, tiene rebuscados atildamientos, quiere echárselas de señora, y es tan rumbosa, que derrocha grandes sumas, sobre todo en pendientes de brillantes y mantones de Manila, buscando ocasiones de lucirlos en las verbenas, á que es muy aficionada.
La primera verbena
que Dios envía,
es la de San Antonio
de la Florida
dice la copla, y á esta verbena siguen las de San Juan y San Pedro, las del Carmen, Santiago, San Cayetano y las Vírgenes de Agosto y Septiembre.
La chula ostenta sus galas en la pradera de San Isidro el día 15 de Mayo; cuando va á la Cara de Dios el día de Viernes Santo; en el entierro de la sardina el Miércoles de Ceniza, y en la plaza de toros los domingos.
Entusiasta de la tauromaquia, porque le encanta el valor, ella, que llora la muerte de un canario, presencia la cogida de un torero, y no se marcha de la plaza hasta que acaba la corrida.
Esa afición á los toros viénela de abolengo: la nobleza y el pueblo fueron las dos clases sociales que más asistieron siempre á ese espectáculo.
La madrileña chula, señora ó dama, es un ser inteligente; de su frivolidad de hoy no se la pudo acusar en otras épocas.
***
Cuando en el reinado de Fernando VI el entusiasmo literario no se hallaba en su apogeo, fundaron en Madrid las damas de la nobleza la «Academia del Buen Gusto», que presidía la Condesa Viuda de Lemos, después Marquesa de Sarriá, asistiendo constantemente á sus sesiones la Marquesa de Estepa, poetisa y pintora, la Duquesa Viuda de Arcos, la Duquesa de Santisteban y la Condesa de Ablitas. La Duquesa de Benavente leyó eruditos discursos en la «Sociedad Económica Matritense», protegida por Carlos III.
El delirante afán de perifollos que hoy se apodera de las mujeres, aléjalas del estudio y de todo lo que no sea insubstancial. Más que en la toilette, pensaba en adornar su entendimiento la madrileña Lorenza Méndez de Zurita, que escribió elegantes versos y epístolas en latín y en castellano, distinguiéndose también como harpista. Hablando de ella dice el más fácil de nuestros poe tas clásicos:
Aquél, dulce portento,
doña Laurencia de Zurita ilustre,
admiración del mundo,
que la fama la suya para lustre
de si misma la pide,
escribió sacros himnos
en versos tan divinos
que con el mismo sol dimetros mide,
que no era ya plautina
la lengua fecundisima latina;
Laurencia se llamaba,
con tanta erudición la profesaba;
añadiendo á su ingenio la hermosura
de la virtud que eternamente dura.
Notable novelista fué María de Zayas; sus personajes palpitan y pestañean, vistiendo siempre el severo ropaje de la verdad. Es ingenua, natural y correcta como Fernán Caballero, aunque escribe con más desenvoltura que ésta, porque su estilo es el de la época á que pertenece, el estilo del siglo XVI.
Publicó dos colecciones de sus obras tituladas Novelas ejemplares y Novelas y saraos: ningún autor español, á excepción de Cervantes, alcanzó en sus libros mayor número de ediciones que ella. El enredo de algunas de sus novelas sirvió de argumento á varias comedias de las mejores de nuestro teatro antiguo.
Débele gratitud nuestro sexo por la enérgica defensa que de él hace: rompió lanzas por el enaltecimiento de la más interesante mitad del género humano con la mayor valentía. Impugnó sin petulancia á los detractores de la mujer, diciéndoles entre otras cosas: «Aunque las mujeres no son Homeros con basquiña y enaguas, ni Virgilios con moño, por lo menos tienen el alma, las potencias y los sentidos como los hombres: muchas pudieran competir con ellos en inteligencia, pero fállales el arte de que ellos se valen en estudios; porque lo que hacen no es más que natural fuerza.»
Brilló también María de Zayas como poetisa, habiendo sido celebrada por Lope de Vega en su Laurel de Apolo. Sus mejores novelas son: La fuerza del amor, El Juez por su causa, Tarde llega el desengaño y El castigo de la miseria. Versificaba con tan gran facilidad, que no hay novela suya en la que no se encuentren enlazados algunos versos, aprovechando la ocasión de ponerlos en boca de algún amante rondador que galantea á su dama dándole serenata.
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