E-Pack Sherryl Woods 4 noviembre 2021 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Sherryl Woods 4 noviembre 2021 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Secretos por descubrir Sheryl Woods Cuando el quarterback de fútbol americano Aidan Mitchell llegó a Chesapeake Shores para trabajar de entrenador en el instituto, todo el pueblo lo acogió con los brazos abiertos, sobre todo los O'Brien. Sin embargo, Aidan tenía un secreto que podía alterar sus vidas. El camino del amor Sheryl Wood Carrie Winters había crecido bajo la atenta mirada no solo de su abuelo, Mick O'Brien, sino de todo el pueblo de Chesapeake Shores. Ahora que había vuelto a casa después de pasar una temporada en Europa, con una carrera muy glamurosa en el mundo de la moda y con el corazón roto, parecía que había demasiada gente que quería comprobar si iba a estar a la altura de las expectativas de la familia.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack HQN Sherryl Woods, n.º 279 - noviembre 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-240-5

Índice

 

Créditos

Índice

Secretos por descubrir

Carta de la autora

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Si te ha gustado este libro…

El camino del amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Queridos amigos:

 

No hay muchas cosas que puedan hacer tambalearse los cimientos de una familia tan fuerte como los O’Brien. Sin embargo, el nuevo entrenador de fútbol americano del instituto, Aidan Mitchell, llega a Chesapeake Shores con un secreto que va a revolver las cosas.

Si a esto se le suma otra recién llegada, Liz March, que también tiene algún que otro secreto, ya hay suficientes emociones para esas largas conversaciones matinales que a las mujeres O’Brien les gusta tener en el Sally’s Café.

A mí me encantan los O’Brien, y esta oportunidad de animar un poco las cosas en el pueblo era tan buena que no podía dejarla pasar. Espero que disfrutéis leyendo cómo van desvelándose los secretos y cómo acogen los O’Brien a estos dos nuevos vecinos.

Creo que demuestran una vez más que lo que cuenta es la familia, sea como sea.

Os deseo lo mejor,

 

Sherryl

Capítulo 1

 

Allí, junto al Instituto de Chesapeake Shores, la primera vez que iba a aquel pintoresco pueblecito de la bahía de Chesapeake, Aidan pensó que nunca en la vida había visto nada más hermoso.

No era la ladera de la colina, cubierta por un bosque de cornejos con floraciones blancas y rosas, aunque aquel paisaje era espectacular e inesperado en mitad de un pueblo. Tampoco la bahía cercana, que brillaba bajo el sol de primavera, que hacía que tuviera ganas de ir de pesca, aunque solo hubiera pescado una vez en su vida. Tampoco era el moderno estadio de fútbol, que tenía un marcador electrónico, una hierba verde y exuberante y unas gradas impresionantes, aunque todo aquello habría bastado para dejarlo alucinado, ya que era el próximo entrenador de fútbol del instituto.

No, lo que captó toda su atención fue la esbelta mujer de pelo rubio que estaba persiguiendo, entre risas, a un cachorrito que corría detrás de toda una manada de gansos del Canadá.

Justo en aquel momento, el perrito, que parecía un pastor australiano por sus colores negro, blanco y marrón, lo vio a él e intentó integrarlo en el grupo de los gansos. Parecía que el instinto empujaba al cachorro a pastorearlos. Tenía un parche de pelo negro alrededor de uno de los ojos y parecía un pirata. Aidan sonrió al verlo.

–¡Para! Archie, ya está bien –le ordenó la mujer, que intentó sin éxito contener la risa–. Siéntate. Sé bueno.

Archie se sentó obedientemente, con la lengua colgando, y miró a Aidan esperanzadamente.

–Lo siento mucho –le dijo la mujer–. Se me ha escapado.

–No te preocupes –dijo Aidan.

–Bueno, es un problema. Hay que llevar a los perros con correa, y en el pueblo son muy estrictos con esa norma –le explicó ella, mientras ataba a Aidan con la correa–. Salvo en el parque para perros que hay al otro lado de la colina. Está vallado para que los perros puedan correr en libertad, pero Archie ha visto a los gansos y, por instinto, ha salido corriendo en cuanto alguien ha abierto la puerta del parque. Cree que su trabajo es pastorearlos.

–Se le da muy bien, pero ¿por qué me ha intentado meter a mí en el grupo? Yo no soy un ganso.

Ella sonrió, y en sus ojos azules brillaron chispas de diversión. A él se le cortó el aliento.

–Bueno, cree que cualquier cosa que se mueva es su responsabilidad –dijo ella–. Es un perro muy diligente.

Aidan, que nunca había tenido perro, miró a Archie con cautela.

–¿Y qué va a hacer ahora? Si me muevo, ¿me tomará de la mano y me llevará con los gansos?

–Creo que estás a salvo por el momento, aunque, si por casualidad llevas un premio para perros en el bolsillo, se convertirá en amigo tuyo de por vida.

–Lo siento, no tengo.

Archie lo miró con pena, como si lo hubiera entendido. Después, se acercó un poco a él y le dio un golpecito con la cabeza en la mano.

–Entonces, acepta una caricia –le dijo ella–. No te preocupes, es inofensivo. Lo tengo desde hace solo dos semanas, pero es todo un caballero. Su dueña ha tenido que darlo porque tiene demasiada energía para ella, así que Archie está buscando a una nueva persona y un nuevo objetivo.

–Por eso los gansos –dijo Aidan.

–Exacto.

–¿Eres tú su nueva persona?

–Oh, no. Yo ya tengo dos perros y un gato. Yo no pretendía tener a ninguno de los tres, pero la gente sabe que me hago cargo de los animales abandonados e intento buscarles familia. Cuando ocurre algo así, me los traen. Los nietos de Cordelia le regalaron a Archie con muy buena intención por su cumpleaños, pero no se dieron cuenta de que su abuela ya casi tiene ochenta años. Ocurre a menudo. La gente piensa que los mayores necesitan tener compañía, pero no saben qué animal es el más adecuado para ellos.

–¿Y tú sí?

–Bueno, me gusta pensar que sí. Ahora, Cordelia tiene una gata preciosa cuya anterior dueña murió. Fluffy se acurruca en su regazo y ronronea. Las dos están muy contentas.

–¿Y los tres animales que todavía están contigo? –le preguntó Aidan. Tenía la sensación de que aquella era una mujer cuya compasión superaba muchas veces al sentido común.

–Me encariñé demasiado –admitió ella–. A propósito, me llamo Elizabeth March. La gente me llama Liz. Soy la dueña de Pet Style. Está en Main Street, muy cerca de Sally’s Café. Abrí el local el año pasado, justo antes de Navidad.

Aidan sonrió.

–¿Pet Style? –repitió él–. No sabía que las mascotas tuvieran gusto por la moda –dijo, y miró significativamente a Archie. El perro estaba olisqueando encantado unas florecillas. Parecía que había mordisqueado la correa en más de una ocasión.

–Ellos, no, pero sus dueños, sí –dijo Liz–. Te sorprenderías. La semana pasada vendí un collar de perro con piedras brillantes que valía ciento cincuenta dólares. Creía que no iba a venderlo, pero un turista se lo llevó una hora después de que lo pusiera en el escaparate.

Aidan cabeceó con asombro. Con el sueldo de un entrenador de fútbol él casi no podría pagar la comida y las facturas del veterinario de un perro. Por suerte, había sido ahorrador y había hecho buenas inversiones durante los dos años que había pasado jugando en la liga profesional de fútbol americano. Al mirar de nuevo a Liz, se dio cuenta de que ella lo observaba con curiosidad.

–Por casualidad tú no querrás un perro, ¿verdad? –le preguntó. Le clavó aquellos ojos azules y brillantes de una manera con la que, seguramente, conseguía que la mayoría de los hombres accedieran a cualquiera de sus peticiones–. Tiene todas las vacunas al día y está bien educado. Y, lo mejor de todo, a Archie ya le caes muy bien.

Lo cierto era que Archie se había tumbado plácidamente sobre sus pies; parecía que había pensado que, ya que él no podía correr más en libertad, él tampoco debía moverse. Archie se irguió rápidamente al oír su nombre y, por un instante, él tuvo la tentación de decir que sí solo por hacer feliz a aquella mujer. Sin embargo, el sentido común se impuso.

–Se te da muy bien encontrarles hogar a tus animales, ¿eh? –le preguntó Aidan a la mujer.

–Sí, eso parece –contestó ella, con una sonrisa resplandeciente.

–Lo siento, esta vez, no. No tengo sitio en mi apartamento para un perro de este tamaño y, además, me voy a mudar pronto.

–Pero a Chesapeake Shores, no lejos de aquí –replicó ella, como si él ya se lo hubiera contado–. Vas a ser el nuevo entrenador de fútbol americano del instituto.

Aidan se quedó mirándola fijamente.

–¿También eres adivina?

–No, pero el pueblo adora a su equipo, y la gente comenta que la próxima temporada el entrenador va a ser un exjugador profesional. Todo el mundo tiene grandes esperanzas de que dejemos de ser el hazmerreír de la región. Como tienes aspecto de deportista, y estabas aquí admirando el estadio, he sumado dos y dos.

Él la miró con cara de diversión.

–¿Y qué aspecto tiene un deportista?

Ella se ruborizó.

–Bueno… ya sabes, en forma.

Él se echó a reír.

–Ah, de acuerdo. A propósito, me llamo Aidan Mitchell –dijo–. Y voy a hacer la entrevista de trabajo. Todavía no me lo han dado.

–Pero te lo van a dar –dijo ella con seguridad–. Todo el mundo está emocionado. Serás el segundo jugador profesional del pueblo. Por supuesto, Mack Franklin nació y se crio aquí, y solo jugó profesionalmente durante un año antes de hacerse periodista de deportes, pero en el pueblo lo adoran. Hace un par de años fundó un semanario local. Hoy día es muy difícil mantener en pie un periódico, pero él lo ha conseguido porque leyendo el suyo es como mejor te enteras de lo que ocurre en el pueblo –dijo ella. Hizo una pausa para tomar aire y, después, se corrigió–: Aparte de sentarte en el Sally’s Café y escuchar los chismes, claro. Por lo menos, Mack intenta darle rigor periodístico al asunto.

Aidan se había criado en Nueva York, y estaba asombrado por toda aquella información sobre la vida en los pueblos. O, tal vez, solo fuera Liz March, que parloteaba como una cotorra.

–¿Y Mack sabe que su principal competencia es una cafetería?

–Claro que sí. Sally es una de sus mejores fuentes. Aunque, de todos modos, él sería el primero en averiguar lo que pasa. Está casado con una O’Brien, y eso le convierte en miembro de la realeza de Chesapeake Shores.

A Aidan se le agarrotaron los músculos instintivamente al oír aquel comentario, aunque tuvo la esperanza de que ella no se diera cuenta.

–¿Y por qué?

–¿No conoces la historia del pueblo? –preguntó ella, con asombro.

–¿Es un requisito para poder vivir aquí? –replicó él, en broma–. ¿Acaso te hacen un examen en la inmobiliaria?

–No, no –dijo ella, que parecía que se lo había tomado en serio–. Se trata de una leyenda local, y la mayoría de la gente la conoce. Tengo entendido que estos terrenos pertenecían originalmente a un O’Brien que había recalado aquí desde Irlanda. Los miembros de su familia fueron granjeros durante muchos años. Hace un par de décadas, tres de sus descendientes, Mick, Jeff y Thomas O’Brien, construyeron Chesapeake Shores desde cero en estas tierras. Mick es un arquitecto muy famoso, y él diseñó el pueblo. Aunque no sea funcionario ni político, tiene mucha influencia aquí. Jeff es agente inmobiliario –le explicó y, con los ojos brillantes, lo miró significativamente–. Así que no me sorprendería que él mismo contara la historia, pero no creo que piense que sea de buena educación hacerles un examen a los posibles compradores.

Aidan se echó a reír.

–No, supongo que no.

–Hay otro hermano. Se llama Thomas, y es un defensor del medio ambiente muy respetado. Tiene una fundación que lucha por la protección de la bahía.

Al oír aquella mención de Thomas O’Brien, Aidan tuvo un cortocircuito en el cerebro. Tal vez ir a Chesapeake Bay hubiera sido un error, teniendo en cuenta que con solo oír aquel nombre se estremecía. Se había enterado de la oferta del puesto de trabajo de entrenador y la posibilidad le había atraído como si el destino hubiera tomado cartas en el asunto, pero, en aquel momento, solo sentía la amargura y la ira de costumbre. Tenía que luchar, de vez en cuando, con los sentimientos negativos que le producía algo que no tenía justificación.

De repente, se dio cuenta de que Liz lo estaba observando con cara de preocupación.

–¿Te encuentras bien? ¿Te he molestado con algo que he dicho?

–No, nada, estoy bien –le aseguró Aidan–. Muchas gracias por todo lo que me has contado –dijo. Después, miró el reloj y añadió–: Tengo que irme.

Se dio la vuelta y se encaminó apresuradamente hacia el coche.

–¡Aidan! –exclamó ella–. Las oficinas del instituto están en dirección contraria.

Él la saludó con la mano para agradecérselo y siguió avanzando. Se alegraba de no tener una hora fija para la entrevista. Lo había organizado así deliberadamente; había prometido que llamaría cuando llegara al pueblo y se instalara en la habitación que le había reservado el instituto en The Inn at Eagle Point. Podía ser que, después de darse una buena ducha, comer algo y tener tiempo para pensar en lo que iba a hacer, estuviera preparado para hacer aquella llamada. O podía ser que no.

Era una decisión muy importante. O quedarse y correr un riesgo, o marcharse. Si sus amigos pudieran verlo en aquel momento, se quedarían pasmados por su falta de resolución.

En el campo de juego, él siempre había sido un quarterback con gran rapidez de pensamiento. Preveía la estrategia de la defensa y hacía ajustes de última hora que resultaban determinantes para el éxito o el fracaso de una jugada. No había tardado ni un minuto en decidir su retirada al darse cuenta de que su lesión le había vuelto más lento y había disminuido su efectividad en el campo. Siempre había querido ser entrenador en el nivel de juego de un instituto y, de manera previsora, se había sacado el certificado necesario para la enseñanza durante sus estudios universitarios. Al final de la temporada del año anterior, en noviembre, después de una segunda lesión de rodilla que le había impedido jugar, había tomado la determinación. Obviamente, el momento había llegado mucho antes de lo que él pensaba, pero el destino tenía esos caprichos. Él no iba a ser uno de esos jugadores que seguían en activo después de que les llegara la fecha de caducidad.

Sin embargo… ¿aquella decisión? Aquella decisión era diferente. Era un hombre de veintiocho años que no solo trataba de saber si un trabajo y un pueblo eran lo adecuado para él, sino, también, si era el momento adecuado para conocer a su padre biológico, Thomas O’Brien.

 

 

Liz estaba sentada en una de las mesas de Sally’s, con una taza de café humeante entre las manos, junto a Bree O’Brien, la dueña de Flowers on Main, la floristería que estaba al lado de su tienda. Bree también era autora teatral y dirigía el teatro del pueblo. Sin embargo, seguía encantándole hacer arreglos florales, sobre todo, para las ocasiones especiales. Aquel día había estado muy ocupada con la decoración para una fiesta del bebé y habían tenido que posponer el descanso matinal del café hasta la tarde, cuando había llegado la estudiante de instituto que ayudaba a Liz en la tienda y la había sustituido.

–Fue muy raro –le contó Liz a Bree–. Estábamos charlando. Bueno, yo estaba charlando, contándole esto y aquello –dijo, y miró a Bree con una expresión de pesar–. Tengo que dejar de parlotear, ya lo sé.

Bree sonrió de una manera que sugería que lo estaba haciendo otra vez.

–Está bien, está bien. Lo siento. Voy al grano, te lo prometo. Intenté convencerlo de que se quedara con Archie, pero no le interesaba. Entonces, yo reconocí que había adivinado quién era. Estuvimos un par de minutos hablando del trabajo, o… Bueno, tal vez yo estuve hablando. Al final, él se marchó, pero no hacia el instituto. Fue como si se hubiera dado cuenta de que llegaba tarde a una reunión, o algo así, pero se marchó en dirección contraria.

–Vaya, pues sí que es raro –dijo Bree–. Puede que no le gusten los perros. Archie es un encanto, pero no todo el mundo se da cuenta de eso cuando está intentando pastorearlos.

Liz se echó a reír.

–Sí, me resulta familiar esa sensación. Pero el pobrecito no puede evitarlo. De todos modos, ya habíamos dejado de hablar de Archie. A Aidan no le interesó, y para mí eso fue suficiente. Las mascotas son para personas que las quieran y las valoren. En realidad, yo estaba hablándole de la historia del pueblo, contándole que fue la familia O’Brien la que lo levantó de la nada. Entonces, él se puso rígido y se marchó.

–Entonces, ¿crees que su reacción tuvo algo que ver con los O’Brien? –preguntó Bree, con el ceño fruncido.

–Me dio esa sensación, pero… ¿cómo va a ser eso? Todo el mundo adora a tu familia.

Bree hizo un mohín.

–Eso es una exageración. Mi padre ha hecho muchos enemigos durante su vida. De hecho, durante mucho tiempo ni siquiera se llevó bien con sus hermanos. Jeff, Thomas y él se pelearon hasta por el último detalle mientras construían el pueblo. La armonía y la paz familiares se han recuperado hace poco tiempo, gracias a la determinación de mi abuela. Si obligas a la gente a sentarse a la misma mesa todos los domingos, más tarde o más temprano tienen que empezar a hablar con amabilidad. Aunque no creo que Nell supiera lo mucho que iba a durar ese proceso.

Liz asintió distraídamente. Todavía estaba perpleja por el comportamiento de Aidan.

–Entonces, debo de haber malinterpretado su reacción –dijo–. Supongo que ya nos enteraremos de si ha aceptado el trabajo en el instituto.

–Sí. Además, lo que Aidan sienta hacia los O’Brien no es mutuo –dijo Bree–. Mi padre está empeñado en contratarlo. Lo eligió a él de entre todos los aspirantes al puesto, así que no tiene nada en contra de él. Y ya conoces a Mick O’Brien: si quiere algo, lo consigue.

Bree se apoyó en el respaldo del asiento y observó a Liz especulativamente.

–Bueno, y ¿cómo es? Aidan, quiero decir.

Liz se ruborizó.

–Bueno, pues es guapo y tiene planta de deportista.

Ojalá no se hubiera fijado en que estaba tan en forma, ni en cuánto le brillaban los ojos, ni en el hoyuelo que aparecía en su mejilla cuando le tomaba el pelo.

–O sea, que no lo echarías a patadas de la cama.

Liz frunció el ceño.

–Yo no permitiría que entrara en mi cama –dijo ella, aunque esperaba que eso no la convirtiera en una mentirosa. Tenía la sensación de que sí lo haría. Para reforzar su determinación, dijo, a modo de recordatorio para ambas–: Es demasiado pronto para que yo piense en algo así.

En realidad, esperaba no tener que volver a pensar así. Su pasado la había vuelto muy medrosa con respecto a las relaciones. Además, era muy independiente, y quería seguir siéndolo. Estaba escarmentada.

Bree se puso seria.

–Liz, cariño, hace un año del accidente. Sé que querías a tu marido. También sé que te viniste a vivir aquí para olvidarlo todo y empezar de nuevo. Pues es hora de que lo hagas, y conocer a alguien nuevo es parte de ese proceso. No tienes por qué sentirte culpable si Aidan Mitchell te parece atractivo.

–No se trata de culpabilidad.

–Pues a mí me lo ha parecido.

–Es una cuestión de tiempo. Tengo un negocio nuevo, y necesito dedicarme a él. Tengo amigos nuevos, por no mencionar que tengo una casa nueva y llena de mascotas. Casi no hay horas suficientes en el día para todo lo que tengo que hacer. En este momento, tener una relación sentimental no entra en mis cálculos.

Claramente, Bree no estaba de acuerdo en eso.

–Archie y el resto de tus animales no pueden sustituir al hecho de permitir que otro ser humano forme parte de tu vida –le dijo.

–En mi vida ya hay muchos seres humanos –respondió Liz–. En este segundo, estoy pensando que quizá, demasiados.

Habló en un tono ligero y bromista, aunque esperaba que la pulla sirviera para terminar con aquella conversación.

Bree se dio por aludida de inmediato, con una expresión de horror.

–Lo siento. Lo de entrometerme así me viene de familia. Lo que pasa es que me preocupo por ti. Todos nos preocupamos. Incluso mi padre ha empezado a preguntar por qué nadie te ha encontrado ya una buena pareja. Ahora que todos sus hijos, sobrinos y sobrinas están casados, e incluso una de sus nietas también, parece que se le ha metido en la cabeza la idea de que su deber de buen ciudadano es casar a todos los solteros del pueblo.

–¡Pero si yo solo llevo seis meses aquí! –protestó Liz.

Bree sonrió.

–Para él, eso ya es suficiente. Y, hazme caso, será mejor que no sea Mick el que te encuentre un hombre.

–No, que Dios no lo quiera –respondió Liz–. He oído hablar de eso. La próxima vez que surja el tema, dile a tu padre que puede encontrarme alguien con quien salir justo después de que adopte a Archie. Así lo callarás.

Bree se echó a reír.

–Vaya, ¿cómo es que a ninguno se nos ha ocurrido una amenaza como esa?

–Puede que no estuvierais tan deseosos como yo de evadir sus manejos de casamentero –respondió Liz. Se puso en pie. Detestaba mentirle a su amiga, o a cualquiera, pero no creía que pudiera compartir nunca la verdadera historia de la noche en la que había perdido a su marido. Era mejor escapar ya, antes de que Bree la convenciera para que revelara algo que no quería recordar y, mucho menos, mencionar.

Rebuscó dinero en su bolso para pagar su café y el cruasán relleno de mermelada de frambuesa que se había tomado. Solo se permitía aquellos excesos cuando había hecho salidas extenuantes con sus mascotas, y perseguir a Archie por todo Dogwood Hill reunía esos requisitos.

–No, hoy invito yo –dijo Bree–. Es el precio que tengo que pagar por meter las narices donde no me importa –explicó, y se puso de pie para darle un abrazo a Liz–. Aunque todos lo hagamos con buena intención, no tengas reparo en decirnos que no nos entrometamos, ¿eh?

A Liz se le empañaron los ojos.

–No te preocupes, no lo tendré. Aunque, en realidad, saber que os importo lo suficiente como para que os entrometáis significa mucho para mí.

Era casi como si hubiera encontrado una familia nueva después de haber perdido a su marido aquella terrible noche de hacía un año, por causa de una carretera resbaladiza. Sin embargo, la triste realidad era que lo había perdido mucho antes, y nunca lo había sabido.

 

 

Después de su desconcertante conversación con Liz, Aidan había dado una vuelta en coche por el pueblo para convencerse de que Chesapeake Shores no era el mejor sitio para él. Se concentró en los contras.

Para empezar, solo había un pequeño barrio de tiendas y restaurantes. Tan solo en dos manzanas alrededor de su apartamento de Upper West Side de Manhattan había más oferta de negocios y de comida para llevar que en aquel pueblo entero, tal vez más que en toda la región, sin tener que ir a Annapolis o a Baltimore.

Compró el periódico semanal del que le había hablado Liz y lo comparó con los diarios de Nueva York. Al verlo, cabeceó. Si la reunión del comité para el embellecimiento del pueblo ocupaba la portada y las primeras páginas del periódico, él estaba en el lugar equivocado.

Claro que, por supuesto, también estaba la información que le había dado Liz sobre un pueblo en el que, aparentemente, todo el mundo sabía de los asuntos de los demás. En Nueva York, aunque había dejado muchos amigos en la ciudad, él apenas conocía a sus vecinos. Eso siempre le había parecido bien. En la Gran Manzana había tantos famosos de verdad que un deportista profesional podía evitar la atención si quería. Y él quería.

¿Cómo iba a ser aquel el mejor sitio para él? Aunque no tuviera tantas implicaciones emocionales para él, seguramente un pueblo pequeño no era lo mejor para él. Se volvería loco en menos de un mes.

Con un suspiro, tomó lo que debía ser la mejor decisión. Había fijado la entrevista para el día siguiente, porque antes había contraído un compromiso y, para él, los compromisos eran importantes. Incluso trataría de escuchar con la mente abierta, pero ya se había decidido. Rehusaría el trabajo, les desearía lo mejor y se marcharía.

Tenía que haber otros puestos de entrenador, y en sitios en los que no tuviera que estar cerca de un hombre a quien, en realidad, no necesitaba conocer. Thomas O’Brien era un nombre en un papel, un papel importante, claro, pero conocerlo no iba a cambiar el hecho de que no hubiera tenido ningún significado en su vida. Por lo menos, sabía dónde encontrarlo si en el futuro tenía algún problema de salud de origen genético.

Al acordarse de Liz, sintió cierto pesar. Era muy guapa y tenía buen corazón. Había sentido una conexión instantánea con ella, algo que casi nunca sucedía con las mujeres que se acercaban a los deportistas profesionales. Liz era real.

Sin embargo, no podía dejar que la atracción por una mujer le empujara a tomar una decisión equivocada. Aquel día iba a cenar bien y a dormir bien y, al día siguiente, se reuniría con el director del colegio. Después, se marcharía.

Aquel era un plan que satisfizo. Comprobó las indicaciones que tenía y se dirigió al hotel The Inn at Eagle Point. Mientras recorría aquella carretera serpenteante, no pudo evitar admirar la bahía y, de nuevo, el comentario de Liz sobre la pasión que sentía Thomas O’Brien por aquel pedazo de mar consiguió traspasar sus defensas. Sumó aquellas palabras de Liz con lo poco que le había contado su madre y se preguntó cómo sería ser idealista hasta el punto de que una causa importara más que la gente, que un hijo. Si se marchaba, nunca conocería la respuesta.

–¡Ya basta! –se dijo. Había tomado una decisión.

Sin embargo, ya no le parecía tan válida como al principio.

 

 

Aquella noche, cuando Liz llegó a casa, Archie, Sasha y Dominique la recibieron en el vestíbulo de su pequeña casa, enfrente de Dogwood Hill. Las dos perritas que había acogido poco después de llegar a Chesapeake Shores y que eran cruce de terrier con otras razas, tenían un tamaño mucho menor que Archie, pero no había duda de quién mandaba. ¡Ellas! Después de algunos intentos fallidos de pastorearlas, Archie se había sometido a su dominación.

En aquel momento, estaba tranquilamente sentado, esperando a que le llegara el turno de recibir la atención de Liz. Después, los tres canes corrieron a la cocina, donde esperaba su majestad imperial, una gata siamesa con una sola oreja llamada Anastasia. La gata los miró a todos con superioridad y se sentó junto a su plato a esperar la cena. Liz intentó, una vez más, darle una marca de pienso un poco más barata, pero Anastasia la miró de forma acusadora y alzó la nariz.

–Ni siquiera sé por qué lo intento –gruñó Liz–, aparte de porque este otro pienso me va a arruinar.

De todos modos, tiró el pienso a la basura y puso en el plato la comida preferida de la gata.

Al mirar alrededor por su cocina, que era pequeña pero estaba bien reformada, aquel grupo de animales acogidos en su casa le puso una sonrisa en los labios.

–Bree está confundida –les dijo, con vehemencia, mientras repartía más abrazos y caricias detrás de las orejas. Después, les puso la comida a los perros y añadió–: Vosotros sois la compañía que necesito.

Sin embargo, en su mente apareció la imagen de Aidan Mitchell, y a ella se le aceleró el pulso. Y, precisamente, ese era el motivo por el que tenía que mantenerse alejada de él.

Capítulo 2

 

Aidan había tomado un desayuno excelente y estaba mirando por el ventanal del hotel, que ofrecía vistas panorámicas de la bahía, mientras se tomaba una segunda taza de café. De repente, una sombra se proyectó sobre la mesa. Alzó la mirada y vio a un hombre que le tendía la mano con una expresión amable.

–Soy Mick O’Brien, hijo. Y tú eres Aidan Mitchell –dijo el recién llegado, con seguridad. Después, sin preguntar, sacó una silla y se sentó–. Bienvenido a Chesapeake Shores. Llevo esperándote desde ayer.

Por un instante, Aidan se quedó sin habla. ¡Aquel hombre era su tío! Él no tenía ninguna experiencia con la familia extensa, aparte de sus abuelos maternos. Era obvio que, aunque hubiera decidido marcharse del pueblo sin cruzarse con ningún O’Brien, no había pensado en que Mick O’Brien estaba completamente decidido a contratarlo. Aidan no sabía exactamente qué papel había tenido en la búsqueda de un nuevo entrenador, pero aquel O’Brien había sido muy activo desde que él había enviado su oferta.

Cuando Aidan había llamado al instituto, el día anterior, para confirmar la cita de aquella mañana con el director, habían vuelto a decirle que todo el mundo, sobre todo el fundador del pueblo, estaba deseando que se cerrara el trato. Aquel entusiasmo era muy gratificante, pero, también, desconcertante, teniendo en cuenta que él quería marcharse.

Mick buscó al camarero con la mirada. Después, se levantó de la mesa, tomó una taza de la mesa de al lado y se sirvió café de la cafetera. Mientras removía el azúcar con la cucharilla, Aidan lo miró disimuladamente y se preguntó cuánto se parecería a su hermano. Intentó ver algo de sí mismo en aquel hombre.

En lo relacionado a la identidad de su padre, solo había conseguido respuestas vagas y evasivas por parte de su madre. Al final, se había encontrado su certificado de nacimiento al limpiar la cómoda de su madre, después de que ella muriera el verano pasado. Y en aquel certificado figuraba el apellido O’Brien. Además, había un par de recortes sobre Chesapeake Shores y sobre la fundación para la conservación de la bahía.

Su madre siempre le había dicho que su padre era un buen hombre que hacía cosas importantes, pero nunca había mencionado de qué se trataba. Aquellos recortes que ella tenía guardados eran la primera pista que había encontrado.

Además, su madre le había dado a entender que su padre y ella se habían separado como amigos. Que él supiera, su padre no había contribuido nunca a su manutención; de hecho, teniendo en cuenta lo independiente que era su madre, y algunos comentarios que sus abuelos habían hecho sobre lo orgullosa que era su hija, Aidan había llegado a la conclusión de que nunca le había contado a Thomas O’Brien que se había quedado embarazada. Aunque, también conocía a bastantes hombres que eran capaces de olvidar convenientemente todo aquello que no encajaba en sus planes.

Así que, aunque Anna Mitchell hubiera intentado dar siempre la imagen de una mujer misteriosa e individualista, el resentimiento había ido creciendo en el alma de Aidan. Había crecido preguntándose por qué su madre y él no habían tenido un papel más importante en la vida de su padre que sus idealistas metas. Y, como su madre nunca había vuelto a tener una relación importante, que él supiera, se preguntaba cómo era el hombre que había significado tanto para ella, tanto como para que no consiguiera superar su separación.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Mick, mirándolo con cara de preocupación–. Estás un poco pálido. No estarás incubando alguna cosa, ¿no? En el pueblo hay un médico buenísimo. Puedo llevarte a la consulta si quieres que te eche un vistazo.

Aidan agitó la cabeza rápidamente.

–No, disculpe. Estoy bien. Es que me ha pillado por sorpresa. Ayer estuve visitando el pueblo y, a última hora de la tarde, llamé al director del instituto para concertar una cita esta mañana. Él debe de haberle contado que estoy aquí, ¿no?

Mick sonrió.

–No necesariamente, no. En Chesapeake Shores no hay muchos secretos, y tu llegada es una gran noticia. Me enteré a los cinco minutos de que entraras en el pueblo –dijo, y se encogió de hombros–. Además, este hotel es de mi hija Jess. Ella me llamó en cuanto te registraste en recepción. Yo quería venir enseguida, pero ella me dijo que parecías un poco cansado y que te diera tiempo para relajarte. Y, por una vez, les hice caso a mi mujer y a ella y no vine corriendo. A decir verdad, mi mujer, Megan, siempre tiene razón en estas cosas, aunque si le dices que yo lo he dicho, lo negaré todo.

Aidan se acordó de la agradable mujer de la recepción. Así que ella era Jess, otra O’Brien, una prima suya.

Antes de que pudiera responder, Mick miró su plato ya vacío de manera elocuente.

–Bueno, si quieres, te llevo al instituto. Todos estamos impacientes por firmar el contrato. Después, puedo enseñarte un par de casas que están en venta en el pueblo. No hay mucho alquiler y, de todos modos, comprar es mucho más ventajoso.

Aidan se preguntó si el hecho de que Mick fuera como una apisonadora había sido, en parte, el motivo de su éxito como arquitecto y constructor.

–Todavía no me han hecho ninguna oferta, y yo no he aceptado nada –le recordó a Mick. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que decir que no iba a ser más difícil de lo que él había pensado.

–Creo que las condiciones te van a parecer muy bien –respondió Mick, con seguridad–. Este pueblo es estupendo. El instituto puede ofrecerte un buen sueldo, y te proporcionará lo que necesites. El estadio es de primera. Me asesoré bien y contraté a un diseñador especializado, porque no soy ningún experto en arquitectura deportiva. Y puse a trabajar en ello a mis mejores contratistas. Pero, si hay algo que se nos pasara por alto, solo tienes que decírmelo. Tengo algunos nietos que querrán jugar al fútbol y yo quiero lo mejor para ellos. Y eso incluye a un entrenador que pueda llevar al equipo por buen camino. Sé que lo políticamente correcto es decir que lo importante no es ganar, sino participar, pero tantas derrotas desaniman mucho.

Aidan pensó que aquello era todo un eufemismo. Había estudiado la trayectoria del equipo, que no había ganado un partido en los últimos cinco años. Decidió mencionar el estadio, que era un punto positivo.

–Para ser sincero, he visto unos cuantos estadios de universidades e incluso de clubes profesionales que no eran tan impresionantes como este –le dijo Aidan–. Hizo usted un gran trabajo.

De hecho, de no ser por la ira que le producían algunos aspectos de aquella situación, aquel puesto habría sido un sueño, sin duda alguna. No se le ocurría ningún otro lugar en el que le dieran carta blanca para impulsar a un equipo de instituto y en que le ofrecieran lo necesario para llevarlo al éxito. Normalmente, solo las universidades disponían de aquellos recursos.

De todos modos, dijo:

–Vayamos paso a paso. Vamos a ver cómo sale la reunión. Sabrá que no tengo experiencia entrenando a equipos de instituto y, tal vez, al final, decidan que no soy el más indicado para el puesto.

–Ni hablar –replicó Mick–. He hecho algunas averiguaciones. Sé que eras el líder en el vestuario, y no solo en el campo de juego. Y eso, sumado a las buenas recomendaciones de tus entrenadores, habla muy bien de ti.

Aidan se sintió halagado, pero no podía permitir que aquello le hiciera flaquear.

–De acuerdo. Digamos que acepto. Tengo una pregunta que hacer –dijo.

Esperaba que la respuesta lo reafirmara en su decisión. Lo último que necesitaba un entrenador era tener varios jefes que ejercieran presión en sus decisiones.

–¿De qué se trata? –inquirió Mick, mientras salían a la calle y se dirigían hacia una furgoneta grande y llena de barro que, obviamente, había estado en una obra recientemente. Brillaba el sol, y hacía una temperatura cálida y agradable.

–Si acepto el puesto, ¿ante quién debo responder? ¿Ante el director del instituto, la junta escolar o ante usted?

Mick se echó a reír.

–No, yo no voy a firmar tus nóminas –dijo, con sinceridad–. Aunque eso no significa que la gente del pueblo no escuche lo que yo tengo que decir.

Aidan asintió.

–Es bueno saberlo. ¿Qué otras cosas debo saber para que me vaya bien en Chesapeake Shores?

Mick lo miró fijamente.

–Quédate en el pueblo. Ven a comer el domingo a mi casa; allí se reúnen todos los O’Brien. Nos encantará ponerte al corriente de todo lo que tienes que saber. Si no estás convencido todavía, nosotros podremos convencerte.

A Aidan se le aceleró el pulso. ¿Era posible que todo fuese tan fácil? ¿Con solo pasar unos días en el pueblo, podría ver a su padre cara a cara? ¿Podría sentarse a la mesa de Mick O’Brien y callarse lo que sabía, por lo menos hasta que decidiera si quería revelar la verdad? ¿Sería capaz de mirar a la cara a Thomas O’Brien sin desatar toda la amargura que había acumulado? Si provocaba una debacle delante de un plato de carne asada con patatas, acabaría con la posibilidad de tener una buena carrera profesional de entrenador en aquel pueblo en el que, obviamente, todos estaban unidos.

Respiró profundamente y tomó una de sus rápidas decisiones, aunque fuera consciente de las posibles e inquietantes consecuencias. El destino lo había llevado hasta allí. Hasta que le diera una respuesta al instituto, trataría de aprovechar la oportunidad.

Miró a Mick, y dijo:

–Sí, señor, me gustaría hacerlo, si no le parece una molestia.

–A mi familia le encanta ver caras nuevas en la mesa –le aseguró Mick.

Aidan no pudo evitar preguntarse si pensarían lo mismo después de su visita.

 

 

Al instante, a Aidan le cayó bien Rob Larkin, el director del instituto. No tuvo ningún reparo a la hora de hacerle frente a Mick O’Brien y hacerse con las riendas de la situación. El director llevaba el pelo cortado al rape e iba vestido con formalidad. Aparentaba unos cuarenta años y tenía una mirada estricta. Mick se acomodó en el asiento y dejó que Rob hiciera la entrevista.

–Aunque hoy estás aquí gracias a tus méritos deportivos –dijo–, me interesa saber cuál es tu opinión sobre el papel que debe tener un entrenador de instituto.

Aidan se inclinó hacia delante.

–Yo tuve el mejor modelo cuando estaba en el instituto. Era un gran motivador. Era estricto con las normas. Quería ganar, pero, por encima de eso, para él estaba enseñar a los jugadores a ser mejores hombres. Si yo puedo ser la mitad de efectivo que él, haré un buen trabajo para usted.

Se dejó llevar por el entusiasmo que le producía aquel tema y, por un minuto, olvidó que no estaba seguro al cien por cien de querer aquel trabajo.

–¿Y las notas? –preguntó Rob.

–Las notas son una prioridad para mí –respondió Aidan–. Nadie juega si suspende. Dejaré que tengan toda la ayuda que necesiten, pero no voy a tolerar que se queden atrás en el aspecto académico.

Vio que el director y Mick se miraban con satisfacción.

–¿Te parece que demos una vuelta por el instituto para que puedas ver el gimnasio, el vestuario y nuestro equipamiento? –le sugirió Rob.

–Claro –dijo Aidan, aunque ya supiera lo que iba a encontrarse: lo mejor en todo.

–¿Te gustaría conocer a algunos de los jugadores? –le preguntó Rob–. Puedo pedir que les dejen salir de clase.

Aidan negó rápidamente con la cabeza. No sería justo permitir que se hicieran ilusiones, y sería mucho más difícil para él decir que no si había visto a los jóvenes que iban a poner sus esperanzas en él.

–En otra ocasión –dijo–. Pero, sí, vayamos a ver el instituto.

Mientras recorrían el edificio, Aidan se sentía más y más impresionado, y no solo por las instalaciones, sino también por Rob Larkin. Era un educador vocacional, no cabía duda. También se sintió muy agradado por la interacción entre el director y los estudiantes. Había un respeto amistoso por ambas partes.

Parecía que todos los estudiantes conocían también a Mick, y su camaradería con un hombre tan importante hablaba de manera muy positiva de su trato con los habitantes del pueblo. Aidan se preguntó, sin poder evitarlo, si Thomas, con todos sus altos ideales, se relacionaba tan bien con la gente de a pie.

Cuando volvieron al despacho, Rob dijo:

–Hay otra cosa que debería mencionar. Además de dar algunas clases de educación física, también deberías organizar una actividad extraescolar. Al entrenador Gentry le encanta estar al aire libre, así que organizó un grupo que pasa algunas horas limpiando la bahía. Trabaja codo con codo con el hermano de Mick, Thomas, en ese proyecto. Nos gustaría que lo continuaras. Es importante que estos chicos aprendan a valorar el medio ambiente, a entender que hay un mundo muy amplio fuera del ámbito deportivo.

¿Trabajar con Thomas… con su padre? Aidan no estaba seguro de poder hacerlo. Tragó saliva e intentó disimular su reacción. No tenía sentido poner objeciones en aquel momento, dado que no iba a aceptar el puesto. Debía asentir y dejar pasar el asunto.

–Por supuesto –dijo–. Entiendo que, si me quedo, también me haré cargo de una actividad extraescolar que es parte del trabajo además del entrenamiento. Además, es una causa justa.

–Es una de las cosas más importantes para el pueblo –dijo Mick–. Ya lo verás. Solo tienes que mencionárselo a mi hermano cuando lo conozcas el domingo. Se pondrá a hablar de ello sin parar.

Entonces, miró a Aidan con seriedad, y preguntó:

–Bien, entonces, ¿firmamos el contrato? Tendría una duración de cinco años. Sabemos que va a llevar tiempo, aunque a ninguno nos importaría empezar a ganar partidos mucho antes.

–Me gustaría tener un poco de tiempo para pensarlo –dijo Aidan. Rob Larkin se quedó sorprendido, y Mick, asombrado.

–¿Qué es lo que tienes que pensar? –inquirió Mick, con un deje de indignación–. Uno no se encuentra con una oportunidad como esta todos los días. Casi ningún instituto te dejaría tanto tiempo para mejorar las cosas.

–Sí, lo sé, y estoy muy agradecido –dijo Aidan–. Pero Chesapeake Shores es un cambio enorme para mí. Quiero estar seguro de que podemos beneficiarnos mutuamente. Ese contrato de cinco años es muy ventajoso para mí, pero no estoy seguro de que sea lo mejor para ustedes. Después de todo, esta es la primera vez que trabajo de entrenador. Puede que sea muy malo. Y Chesapeake Shores es muy distinto a Nueva York. Tal vez no consiga adaptarme. Vamos a pensarlo todos un poco.

–Claro, por supuesto –dijo Rob, antes de que Mick pudiera intervenir–. Es necesario adaptarse. Lo sé porque yo vine de Washington D.C. Para mí ha sido un cambio a mejor, pero no tiene por qué serlo para todo el mundo –explicó, y miró a Mick–. Y no tiene nada que ver con el pueblo.

–Por supuesto que no –dijo Aidan.

El director del instituto debió de convencer a Mick.

–Está bien –dijo, finalmente–. Ya seguiremos hablando el domingo. Ahora, si quieres, puedo llevarte al hotel.

–No se preocupe. No está lejos. Me gustaría ir dando un paseo, si no le importa –respondió Aidan. Se puso de pie y le estrechó la mano a Rob–. Ha sido un placer conocerlo.

–Lo mismo digo. Espero que tengamos la oportunidad de trabajar juntos.

–Gracias por traerme, señor O’Brien.

–Llámame Mick, hijo. Nos vemos el domingo. Pregúntale a Jess la dirección. Ella te dirá cómo llegar.

–De acuerdo, muchas gracias.

Al salir y encontrarse de nuevo con aquel glorioso día de primavera que mostraba los mejores atributos del pueblo, su cielo azul y su mar brillante, Aidan respiró profundamente. Rechazar aquel trabajo iba a ser mucho más difícil de lo que había pensado. El tamaño del pueblo y la duración del contrato eran desventajas, sí, pero el mayor obstáculo era la perspectiva de acercarse a un hombre con el que había estado soñando durante años, pero al que no sabía con seguridad si quería conocer. Aquello era especialmente irónico, sobre todo, ahora que lo tenía al alcance de la mano.

 

 

El domingo, Liz no se sorprendió al ver a Aidan llegar a casa de Mick para cenar. Tampoco se sorprendió mucho cuando Bree la llevó aparte y le preguntó si no le importaría sentarse al lado del recién llegado en la mesa.

–Se sentirá más cómodo si hay alguien conocido cerca –le dijo Bree–. Alguien tiene que ponerlo bajo su protección, aparte de mi padre. Como vosotros ya os conocéis y tú también has llegado hace relativamente poco al pueblo, eres la mejor candidata.

–Y, claro, ese es el único motivo por el que me has elegido a mí –replicó Liz, con escepticismo.

Bree puso cara de ingenuidad.

–Claro, ¿por qué iba a ser, si no?

Bree miró al otro lado de la estancia mientras Mick le presentaba a Aidan a su familia. Liz tampoco podía apartar la mirada de él. Con los hermanos de Bree, sus cónyuges, los nietos por todas partes y, además, un par de sobrinos y sus familias, la situación podía ser un poco abrumadora para cualquiera.

–Ya está un poco intimidado –comentó Bree.

–Yo me acuerdo de cómo fue –reconoció Liz. Incluso ahora, después de haber sido invitada a varias comidas de domingo, necesitaba tomarse un tiempo para orientarse–. Bueno, haré lo posible por evitar que Aidan salga huyendo. Mick está empeñado en que acepte el trabajo, ¿no?

–Está un poco obsesionado –dijo Bree–. Sobre todo, porque Aidan no ha firmado el contrato inmediatamente. Mi padre no está habituado a que nadie se le escape, y menos cuando el dinero no es problema. Eso le resulta frustrante. Mi madre piensa que es bueno para él, pero el resto nos estamos preguntando de dónde ha sacado Aidan las agallas para hacerle frente. Tal vez le pidamos que nos dé unas clases.

Liz la miró significativamente.

–Tal vez yo también quiera ir a unas cuantas clases de esas.

Aunque era evidente que Bree había captado el mensaje, descartó el comentario con un movimiento de la mano.

–Ya basta. De todos modos, sabes que te estoy dando un empujón en la dirección en la que quieres ir –dijo, y le dio un empujoncito de verdad–. Vamos, vete a salvarlo.

Liz atravesó la habitación y le dijo a Aidan:

–¿Podría hablar contigo un momento?

Mick la miró con asombro y, acto seguido, con especulación.

–Podemos seguir charlando después –le dijo a Aidan–. Nunca se debe rechazar la invitación de una mujer guapa.

Aidan la miró con una expresión de alivio.

–Gracias –dijo, cuando Mick se alejó.

–No estaba segura de si necesitabas que te rescataran, pero me acuerdo de cómo me sentí yo después de pasar la primera media hora en una casa llena de O’Brien. ¿Te gustaría tomar un poco de aire fresco?

–Me encantaría –admitió Aidan, y la siguió al exterior de la casa, a un porche lleno de mecedoras y sillas de madera que miraban a la bahía.

Liz señaló las sillas.

–Podemos sentarnos aquí, o ir a dar un paseo. Falta media hora para la cena y, como la mayoría de los niños están jugando fuera, Nell siempre toca una campanilla para avisar.

–Pues entonces, vamos a dar un paseo –dijo Aidan. Cuando llegaron al borde de una gran pradera y se detuvieron a mirar la bahía, él se giró hacia ella–. ¿Quién es Nell? Me parece que no la he conocido. La mujer de Mick se llama Megan, ¿no?

–Sí. Nell es la madre de Mick. Aunque es la casa de Mick, Nell está a cargo de las comidas. Y cocina tan bien que merece la pena venir a comer por mucho caos que haya.

–Parece que tú vienes a menudo –dijo él–. ¿Cómo es eso?

–Yo adopto animales callejeros. Los O’Brien acogen a la gente sin familia en el pueblo. Bree me trajo un domingo, poco después de que yo abriera la tienda, y he seguido viniendo desde entonces. No todas las semanas, pero sí las veces suficientes como para sentirme más o menos cómoda con las preguntas indiscretas y los consejos bienintencionados.

Ella se quedó mirándolo, y tuvo la sensación de que él se sentía tenso.

–No estarás nervioso por todo esto, ¿no? Está claro que tienes la sartén por el mango. Mick quiere que aceptes el puesto. ¿O es ese el problema? ¿Te sientes presionado?

–Claro que no –dijo él–. Sería mi primer trabajo de entrenador, pero tengo los conocimientos necesarios. Estoy a la altura. Lo único que pasa es que no sé si encajaría.

–¿Por qué? –preguntó ella, con asombro–. ¿No te gusta Chesapeake Shores?

–Estoy seguro de que es un pueblecito estupendo.

–Ya. Me imagino que el problema es que sea un «pueblecito». Pero esto no es una comunidad perdida en medio de ninguna parte. Aquí hay gente muy interesante, y muy buenos restaurantes. Por ejemplo, hay una autora teatral con una obra producida en Broadway; bueno, es Bree, la hija de Mick. También tenemos a una compositora de música country de primera clase, y su marido, que es cantante, ha ganado un Grammy. Tienen una casa aquí, y vienen de Nashville siempre que pueden.

Aidan sonrió.

–¿Eres de la Cámara de Comercio?

–Sí, por supuesto, pero te estoy diciendo esto para que sepas que Chesapeake Shores es un lugar espléndido para vivir, aunque no sea Nueva York.

–Yo no quería decir que no lo sea –respondió Aidan–. Pero puede que no sea lo más adecuado para mí. Tendré que ir viéndolo.

Liz no creyó completamente aquella declaración de intenciones, aunque no sabía exactamente por qué. Tampoco creía que el nerviosismo que percibía en él estuviera causado por las dudas sobre su capacidad para ser un buen entrenador, ni por no saber si el pueblo iba a ser un buen lugar para él. Sin embargo, iba a tener que dejar pasar el tema.

–¿Has conocido a toda la familia? –le preguntó, entonces.

Él se relajó un poco y se echó a reír.

–Pues… no tengo ni idea. Me ha parecido que me presentaban a cien personas ahí dentro. ¿Están todos?

–Creo que está la mayoría de la familia de Mick, pero su hermano Jeff y su familia estaban llegando cuando nosotros hemos salido a pasear. Ahora que lo pienso, no he visto a Jo, la mujer de Jeff, con ellos. Creo que tampoco he visto a Thomas dentro de la casa, pero tal vez estuviera en la cocina con Nell, o en patio, jugando con su hijo y los otros niños.

La expresión de Aidan se volvió extraña, como el otro día. En aquella ocasión, Liz supo que no se estaba imaginando lo que veía. Vaciló un momento y, después, preguntó:

–¿Conoces ya a algunos miembros de la familia?

–No, ¿por qué?

–Porque acabas de reaccionar de la misma forma que el otro día, cuando mencioné a Thomas y a los O’Brien. ¿Me estoy perdiendo algo?

–No. Son imaginaciones tuyas –respondió Aidan, aunque su tono no fue convincente.

–Aidan, si hay algo que no has contado, si hay alguna historia negativa o algún resentimiento, tal vez sí sea el lugar equivocado para ti. El pueblo está lleno de O’Brien, y es una familia muy unida. Tienes que entender eso, y estar seguro de la decisión que vas a tomar.

Él la miró largamente, inescrutablemente, antes de responder.

–No estoy seguro de nada –dijo, en voz baja.

Y, como había hecho la primera vez, se dio la vuelta y se alejó, dejándola con un montón de preguntas inquietantes.

 

 

Aunque se sentó junto a Aidan durante la cena, Liz se dio cuenta de que él procuraba no conversar con ella. De hecho, estuvo muy callado, y solo habló para responder a las preguntas que le hacían. Parecía que se conformaba con presenciar la conversación y las risas que había a su alrededor.

Ella también tuvo la sensación de que él miraba más de una vez a Thomas O’Brien, pero, tal vez fuera cierto que se le había disparado la imaginación después de haber hablado con él fuera.

En cuanto terminó la comida, ella fue a buscar a Nell para darle las gracias y, después, a despedirse de Megan y Mick. Pensaba que iba a poder marcharse rápidamente después, pero Mick la llevó aparte.

–Bueno –le preguntó–, y ¿qué te parece que va a hacer Aidan? ¿Va a aceptar el puesto, o no?

Liz lo miró con una expresión divertida.

–¿Y por qué crees que yo tengo esa información?

–Habéis salido a pasear un rato. A mí me ha parecido que estabais hablando muy en serio sobre algo.

–¿Nos has espiado? –le preguntó ella con el ceño fruncido. Aunque, en realidad, no le sorprendía. Por supuesto que Mick los había estado mirando. Era su forma de ser; siempre prestaba mucha atención a aquello que le interesaba.

–Yo no espío –protestó. Después, con un suspiro, añadió–: Ya sabes cuánto lo necesita el instituto, Liz. ¿No te ha dado ni una pista sobre lo que va a hacer?

–No, lo siento –dijo ella, aunque, por instinto, pensaba que Aidan se iba a marchar. Sin embargo, no quería ser ella quien le diera la noticia a Mick, sobre todo, porque no estaba segura. ¿Quién sabía qué tipo de presión iba a ejercer sobre el pobre Aidan?

–¿Puedo darte un consejo? –le preguntó a Mick.

–¿Por qué no? Ya eres parte de la familia, y Dios sabe que en esta familia nadie se calla las opiniones.

Liz se echó a reír, porque sabía que los O’Brien tenían la tendencia genética a dar consejos, fueran bien recibidos o no.

–Déjale a su aire –le sugirió a Mick–. Creo que está sopesando la decisión y, si lo presionas demasiado, tal vez consigas lo contrario de lo que quieres.

–Nunca encontrará una oportunidad tan buena –dijo Mick–. Eso tiene que saberlo.

–Es posible –dijo Liz–. Yo no soy una experta en Aidan Mitchell, pero me da la sensación de que, si intentas venderle el puesto con demasiada insistencia, vas a ahuyentarlo.

Miró al otro lado de la habitación. Allí, Aidan estaba hablando con Mack Franklin. Fuera cual fuera la conversación, tenía una expresión animada y parecía que estaba relajado, por fin. A ella le pareció que, aunque seguramente Mack estaba hablando de fútbol americano, no estaba intentando convencerlo de que aceptara el trabajo de entrenador. De hecho, estaba consiguiendo que Aidan se riera. Y aquel sonido hizo que ella se sintiera muy bien.

Mick siguió la dirección de su mirada y entrecerró los ojos.

–Crees que el método de Mack, sea cual sea, es el mejor, ¿no?

–A mí me lo parece.

Entonces, Mick la miró fijamente.

–Parece que estás muy preocupada por un hombre al que casi no conoces. ¿Hay algún motivo en particular?

Ella buscó una respuesta con la que no delatara aquella extraña conexión que sentía con Aidan.

–Solo que sé lo mucho que quieres que se quede, y que sería muy bueno para el pueblo tener un equipo de fútbol ganador.

No pareció que la respuesta convenciera a Mick, pero él no insistió. Liz pensó que se había librado, hasta que él preguntó:

–Me imagino que, si se queda, no te romperá el corazón.

No, pensó ella, con un suspiro. No le rompería el corazón en absoluto, aunque no estaba segura de por qué.

Capítulo 3

 

Al final, y a pesar de todas las dudas, Aidan decidió aceptar el trabajo si podía conseguir una gran concesión. Quería que el contrato tuviera una duración de un año, no de cinco. Llegó a la conclusión de que un año sería tiempo suficiente para demostrar que era un buen entrenador, y también una temporada lo suficientemente corta si le resultaba muy difícil estar cerca de Thomas y necesitaba huir. Estaba dispuesto a aceptar la posibilidad de continuar los cuatro años siguientes, pero eso era lo máximo que podía hacer.

Había tomado la decisión durante la cena, después de haber podido observar a Thomas O’Brien a distancia en la abarrotada mesa. A pesar de su propio resentimiento, no le había parecido que fuera la reencarnación del demonio; solo era un hombre que parecía muy enamorado de su mujer y que adoraba a su niño. De hecho, ver a Thomas con Sean le había provocado una oleada de emociones, entre las cuales, la envidia había superado al resentimiento. Él había tenido una vida maravillosa gracias a su madre, pero se preguntaba hasta qué punto habría sido mejor si su padre hubiera estado presente.

Aunque Mick le había sugerido que hablara con Thomas sobre la conservación de Chesapeake Bay, Aidan evitó a su padre deliberadamente. No habló una sola palabra con él, salvo el saludo de rigor cuando los presentaron. En realidad, no estaba seguro de lo que iba a decir cuando volvieran a encontrarse.

Sabía que, al aceptar el puesto, iba a tener que tratar con Thomas. Tal vez, si empezaba a conocerlo a través de su trabajo, pudiera allanar el camino para forjar otro tipo de vínculo. Tal vez, incluso, llegara a entender a aquel hombre a quien su madre había querido y respetado tanto como para liberarlo de cualquier obligación hacia su hijo. Seguramente, de adulto podía entender una dedicación y unas emociones tan fuertes, algo que no había podido hacer cuando, de niño, anhelaba tener un padre.

Una vez tomada la decisión, Aidan se acercó a hablar con Mick mientras la familia comenzaba a macharse.

–¿Puedo hablar con usted?

Mick lo miró con atención.

–¿Buenas o malas noticias?

Aidan sonrió.

–Espero que le parezcan buenas. He decidido aceptar el trabajo si se puede hacer una modificación del contrato. Llamaré a Rob mañana por la mañana para consultárselo, pero quería decírselo a usted enseguida.

–¿Qué tipo de modificación?

–Quisiera firmar un contrato de un año de duración. Creo que es lo más justo para el instituto, para el pueblo y para mí. Nos dará tiempo a todos para analizar cómo están yendo las cosas.

–Y después, ¿qué? –preguntó Mick, en tono de enfado–. Una vez que hayas acumulado algo de experiencia, ¿saldrás corriendo? ¿Qué tiene eso de justo?

–Yo podría ser un completo fracaso en el puesto, y ustedes podrían librarse de mí sin tener que darme una cuantiosa indemnización. Tal vez es así como debería verlo –le sugirió Aidan.

–Hijo, no puedes empezar un trabajo pensando que lo vas a hacer mal.

Aidan sonrió.

–Por supuesto, espero que no sea así, y creo que puedo mejorar mucho al equipo, pero en la vida no hay nada seguro. Estaría mucho más cómodo si todos evaluamos esto con detenimiento.

Mick suspiró.

–Bueno, eso parece lógico, pero la gente querrá saber que estás comprometido con el trabajo, que entras a formar parte de la comunidad, que crees en el equipo. No se van a poner nada contentos al ver que te vas a final de año.

Aidan lo miró a los ojos.

–Es lo mejor que puedo ofrecer, señor O’Brien, pero entendería que no fuera suficiente.

Mick se quedó callado. Finalmente, dijo:

–Supongo que debo contentarme de no haberte asustado por completo.

–No, señor. En todo caso, el hecho de conocer a su familia me ha mostrado los valores que puedo encontrar en Chesapeake Shores. Me ha convencido de que lo intente –respondió Aidan–. Yo soy hijo único, así que el día de hoy ha sido toda una revelación.

–¿Estás muy unido a tus padres?