El Refugio - Pedro Muñoz Seca - E-Book

El Refugio E-Book

Pedro Muñoz Seca

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Beschreibung

El Refugio, obra de Pedro Muñoz Seca, se presenta como una sátira social y un alegato sobre la naturaleza humana. A través de un ingenioso juego de diálogos y situaciones, el autor examina las contradicciones de la sociedad española de su tiempo, abordando temas como la hipocresía y el miedo a lo desconocido. Seca utiliza un estilo literario cargado de humor y crítica, que se entrelazan con un trasfondo de realismo que permite al lector reflexionar sobre los problemas universales del individuo frente a una realidad opresiva, lo que sitúa a la obra como una pieza significativa dentro del contexto de la literatura española del siglo XX. Pedro Muñoz Seca, destacado dramaturgo y escritor, fue una figura clave en el teatro español, combinando elementos de la comedia y el drama. Su experiencia personal, así como su compromiso con la crítica social, influyeron en su escritura. La trayectoria de Seca se vio marcada por el deseo de desafiar y transformar la percepción que la sociedad tenía de sí misma, lo que se traduce en la profundidad y el ingenio de El Refugio. Recomiendo encarecidamente El Refugio a los lectores interesados en la evolución del teatro y la literatura española, así como a aquellos que buscan una lectura que propicie la reflexión y el análisis crítico. La obra de Seca invita a cuestionar nuestro entorno y, al mismo tiempo, ofrece un deleite estético que resuena aún en la actualidad.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Pedro Muñoz Seca

El Refugio

Publicado por Good Press, 2023
EAN 08596547820635

Índice

Personajes
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero

Personajes

Índice

Africa Horacio Maruja Ramón Consuelo Timoteo Nieves Luis Benita Paco Condesa Victoriano Timoteo Wistremundo Eulogio Jorge

La acción, en un parador. Época actual (1933)

Acto primero

Índice

Pieza central de uno de los paradores, albergues o «refugios» construidos al borde de las carreteras por el Patronato Nacional de Turismo. En el foro, chimenea de piedra, con librerías y sendos butacones. En el primer término de cada lateral, un tresillo con su mesita correspondiente. En las paredes, aparatos de luz, un teléfono y trazos de colores indicando carreteras, pueblos, fuentes de gasolina, etc., etc. Una puerta en cada lateral: la de la derecha (actor), que da acceso al comedor, y la de la izquierda, que conduce al recibimiento. Son las cinco de la tarde de un día de invierno. La chimenea, encendida. Época actual.

(Al levantarse el telón, AFRICA, administradora del «parador», señora como de cincuenta años, que viste con sencillez y buen gusto, está poniendo nuevos leños en la chimenea, al mismo tiempo que entra en escena, por la derecha, TIMOTEO, su hermano, sesentón simpaticote y corriente, que ha sido cochero de casa grande, y se le nota).

TIMOTEO.—¿Qué, se largó ya la marquesa esa de Sangüesa?

AFRICA.—Hace un momento. ¡Lo que se ha alegrado de verme aquí, al frente de «parador»! Y no me reconoció al pronto. Ya ves: ella, que hace treinta años me llamaba a mí la doncella de oro… Lo que yo le dije: «¡Ay, señora marquesa!… ¡De aquel oro no queda más que esta escoria!».

TIMOTEO.—Vamos, vamos; no hay que tirarse por los suelos, hermana.

AFRICA.—Sí, es verdad, Timoteo. ¡De tanto trabajar estoy tan ajada y tan… escoriada!…

TIMOTEO.—Ella sí que no es ni sombra de lo que fué. Porque fue una buena jaca. Cuando yo «entruve» de cochero en casa del señor duque, estaba ella que ¡vaya potranca con sangre! No sé si seguirá tan coqueta como en el antaño. Porque era una castiza…, ¡mi madre!

AFRICA.—De eso no se ha corregido. En cuanto habla con un caballero se almibara que da fatiga. Ella dice que es la diabete, que la tiene la sangre azucarada; pero lo que le ocurre es que no ha conocido la vergüenza ni por el forro. ¡Ah! Le he preguntado por Consuelito y por Maruja, y tampoco sabe nada de ellas.

PACO.—(Por la derecha. Es camarero del «refugio» y tiene una cara de sinvergüenza que asusta). Bueno; qué: ¿hay algún encargo de cena a más de los anotados?

TIMOTEO.—Que yo sepa…

PACO.—¡Vaya semanita que llevamos, don Timoteo!

TIMOTEO.—Claro, hombre; ¿quién va a aventurarse por esas carreteras con el tiempo que hace? Porque hay que ver cómo está el tiempecito de tormentoso, de aguanoso y de cochambroso.

PACO.—Lo del tiempo es lo de menos. Otras cosas hay peores que el tiempo.

TIMOTEO.—Los atracos, quizás.

PACO.—Lo atracos y la falta de atractivos de este albergue.

AFRICA.—(Saltando). ¿Querrá usted que traigamos aquí vicetiples? ¡Nos ha hecho puré el camarero!

PACO.—No hay que remontarse, señora. Que usté es un globo que se remonta por menos de na.

AFRICA.—¡Si me está usté… inflando, joroba! ¿Qué quiere usté que haga?

TIMOTEO.—(Conciliador). ¡Vamos, vamos!

PACO.—Yo quiero decir, señora, que no estaría de más que hubiera en este «parador» algún plato especial, alguna bebida especial o algo que no lo hubiera en ninguna parte. Atracciones, señor, y, en último caso, trucos, que para eso vivimos en el siglo del truco y en el país más trucoso del siglo.

AFRICA.—(Despectiva). Sí: vamos a echar clavos en la carretera, como hacen los del ventorrillo de la encrucijada.

PACO.—Clavos, no, señora; pero un poquito de ingenio vendría muy bien. Ahí tienen ustedes al tipo ése del autobús: con una broma suya de buen gusto ha hecho que se quede aquí a pasar la noche el caballero ése de «roster» amarillo, que pensaba dormir en Córdoba.

AFRICA.—(Extrañada). ¿El del autobús? ¿Quién es el del autobús?

TIMOTEO.—Ah, ¿pero no sabes?… Verdad, que estabas con la marquesa… Pues un gachó que viajaba en el autoexprés Madrid-Sevilla, con un billete del mes pasao, muy bien apañadito. Al llegar aquí descubrieron el engaño, y en vez de entregarlo a la Policía del primer pueblo, como era lo natural, lo dejaron ahí en la gasolina, con una sombrerera y un maletón.

AFRICA.—¡El pobre!…

PACO.—El tal es un tío de gracia. Lo digo yo, que entiendo de eso.

TIMOTEO.—El tipo, por lo menos, se las trae. Gasta un sombrero hongo que no se lo llenan de cacahués por seis mil reales.

AFRICA.—(A PACO). ¿Y qué ha hecho para que ese señor del «roster»…?

PACO.—¡Ah! Que estaba ahí de conversación con Pepe, el de la gasolina, cuando paró el «roster» pa echar treinta litros, y fué el, le guiñó a Pepe, le dijo por lo bajo: «Estos del «roster» duermen aquí, o pierdo yo la cabeza con hongo y todo», y así como el que sigue la conversación, comenzó a describir la huelga revolucionaria que, según él, ha estallao ahí, en Santa Cruz de Mudela, que el chofer, más blanco que la pared, le dijo al señor: «Por ese pueblo no paso yo de noche aunque se empeñe el Jurado Mixto», y ahí los tiene usté: al chofer, en el garaje, lavando el coche, y al señor, en su habitación, haciendo solitarios.

AFRICA.—(Bien impresionada). Ya lo creo. Como que eso ya se me había ocurrido antes. ¿Y quién es ese hombre? ¿Saben ustedes algún detalle de él?

PACO.—Creo que es un peliculero que va a Córdoba a dejarse coger por un toro.

AFRICA.—¡Jesús!

PACO.—¡Lo necesitado que estará el infeliz pa hacer eso! ¡Debe tener un hambre atrasada!…

AFRICA.—Pues un hombre así puede sernos utilísimo. Porque…

TIMOTEO.—¿Qué estás pensando, África? ¡Que te temo, porque tú, cuando te desbocas!…

AFRICA.—(A PACO). Dígale que venga, que quiero hacerle una pregunta.

PACO.—Sí, señora. Está ahí, en la carretera, sentado en el maletón y esperando el paso de alguna camioneta que quiera cargar con él. (Mutis por la izquierda).

TIMOTEO.—(Preocupado). Oye, tú: ándate con pies de plomo, que hoy día no puede uno fiarse ni de la camisa que lleva puesta.

BENITA.—(Criada palurda. Por la derecha). Señora.

AFRICA.—¿Qué, Benita?

BENITA.—(Que habla a golpes, como si fuera una codorniz). Otra vez lo mismo. Que se ha encasquillado la cruz de la llave, del grifo, del agua, del cuarto, del baño, del güesped del «roster».

AFRICA.—¡Atiza! (A TIMOTEO). Tráete la tenazas, hombre. (Se va por la derecha).

TIMOTEO.—¡Estamos divertidos con el grifamen!… (Vase tras ella).

BENITA.—(Haciendo mutis también). Ya está to mojao el suelo y el sócalo y un cacho del pico, del paso de alfombra del centro del cuarto de «enjunto» del otro del güesped del «roster»… (Mutis. Tras una brevísima pausa, entran en escena, por la izquierda, PACO y HORACIO. HORACIO es un señor como de cuarenta y cinco años, que viste de una manera un poco arbitraria. Un traje que, desde luego, ha sido de otro; un abrigo que ha sido de varios y un hongo demasiado grande para él. La cara es simpática, la mirada inteligente y la cabeza noble. Mejor vestido, podría presidir el Ateneo o cualquier otro centro de cultura. Trae tres cosas: un maletón, una sombrerera y muchísimo frío).

PACO.—Pase usté.

HORACIO.—¡Carambola! Confortable y tal. Esto sí que es un refugio. (Deja el maletón y la sombrerera y se acerca a la chimenea para calentarse).

PACO.—(Asomándose a la puerta de la derecha). ¡Qué raro! Estaban aquí ahora mismo…

HORACIO.—Déjelos; no hay prisa, «garçon». ¡Esto es la gloria! Lo que me gustan a mi estas chimeneas medievales, que al par que templan el cuerpo recrean el espíritu. Porque una llama lamiente es siempre un espectáculo. (Frotándose las manos). ¡De primerísima! ¡Qué gran cosa es el fuego! Estaba yo ahí fuera tiritando de frío y no hacía más que pensar: si ahora me muriese y el Sumo Hacedor me mandara al purgatorio, le daba las gracias.

PACO.—Está muy cruda la tarde.

HORACIO.—De un crudo que parte los dientes. Sopla un descuernacabras que no hay quién lo resista. Aún no me siento las facciones.

PACO.—¿Tanto?

HORACIO.—Tóqueme las narices, si gusta. Yo creo que si continúo en la carretera media hora más, me quedo en ella de…, de eso malsonante. Vamos, que me pintan el hongo de rojo y me escriben en el pecho: «A Madrid, ciento setenta y cuatro kilómetros», y yo, que he sido siempre una porquería insignificante, hubiera acabado dándome importancia.

PACO.—(Riendo). Veo que tiene usté buen humor.

HORACIO.—Ya voy reaccionando… Y dígame, amable camarero: ¿estos administradores de este parador son buenas personas?

PACO.—Dos benditos. Se puede tratar con ellos porque son de nuestra clase. Vamos, de la mía por lo menos, porque yo no soy más que un parias.

HORACIO.—Y yo otro. En clase de parias puedo ser presidente de los pariatarios.

PACO.— Estos dos hermanos han servido en casas de las grandes: ella como doncella de confianza y él como jefe de cocheras cuando había cocheras.

HORACIO.—Entendido.

PACO.—Están muy bien relacionaos con toda clase de gente. Con los antiguos ricos, por ellos mismos, y con los recién encumbrados, por un hijo de él, un muchacho simpatiquísimo, muy de los de ahora y que es precisamente quien les ha proporcionado este negocio.

HORACIO.—Ah, ¿el hijo de él es de los de ahora?…

PACO.—Sí, señor: de los de ahora; pero de los de ahora que son de ahora desde antes de ahora. Ya usté me entiende.

HORACIO.—Sí, tiene usted razón; porque ahora hay de los de ahora que no son de ahora y hay de los de ahora que eran de ahora antes de ahora, que será el caso de éste, que éste será de los que son de ahora desde antes de ahora.

PACO.—Ni más ni menos. Es un muchacho perito mecánico muy templao y muy hombre: culto sin alardes y político sin ambiciones ni monsergas. ¡Oro de ley! Y un gran mecánico. Con una camioneta que tiene su padre para el aprovisionamiento del parador se buscar él la vida de primera. Además, tiene aquí mismo un taller y trabaja todo lo que quiere.

HORACIO.—Y el padre y la tía, en punto a cultura…

PACO.—Cero más cero, y me llevo nada. Ella es de las que hablan de los siete sabios de Ecija y él es de los que ven escrito en abreviatura excelentísimo señor y leen «exce homo». (Ríe HORACIO). Bueno; él, leyendo, no tiene rival. Donde dice sumario lee su marido y se queda tan fresco. Y en punto a idiomas, ni palabra. Por eso le he hecho yo creer que hablo once idiomas.

HORACIO.—Ah, ¿y no?…

PACO.—Quite usté, hombre; yo sé las cuatro palabras extranjeras que sabemos todos: mersi, senkiu, orrevuar, gudbac y boni nitinga; pero manejo el camelo como nadie, y yo, al extranjero que me pregunta, le contesto como si le entendiera. ¡Andá! Con algunos he estado hablando hasta media hora, sin repetirme ni agotarme.

HORACIO.—Ya es camelar, amigo. Oiga, ¿y qué cree usted que querrán de mi estos buenos señores?

PACO.—Aquí llegan precisamente; ellos se lo dirán a usté.

HORACIO.—(A AFRICA y TIMOTEO, que entran en escena por la puerta de la derecha). Muy buenas tardes… (Se quita el sombrero).

AFRICA.—Buenas tardes.